La libertad de expresión es uno de los derechos fundamentales más protegidos en cualquier régimen democrático. México no es la excepción.
La libre expresión de ideas, y su complemento, libertad de información, difusión o de prensa (como se le denominó por más de un siglo en nuestra Constitución Política), garantizan el derecho al libre flujo de información en la sociedad. Hoy, más que nunca, gracias al desarrollo de las Tecnologías de la Información y Comunicación, estas libertades son ejercidas, de manera efectiva, por todos, y no sólo por unos cuantos.
Con el advenimiento de Internet, la comunicación masiva ha evolucionado radicalmente. Las páginas web, los blogs, y posteriormente, las redes sociales se convirtieron en un foro de expresión, y con el paso del tiempo, en un poderoso medio de comunicación que alcanza y ejerce influencia en masas de población. Este es un hecho innegable, como innegable es que los medios tradicionales, principalmente los impresos, han tenido que adaptarse y reinventarse para sobrevivir en este entorno.
Con la liberalización de la comunicación, cuyo balance definitivamente es positivo, han surgido, sobre todo recientemente, preocupaciones en torno a los efectos nocivos que este proceso pudiera tener en procesos sociales nodales, como son las elecciones en regímenes democráticos. Ahí está, por ejemplo, bien entrada la presidencia de Donald Trump, la sombra que se cierne sobre la elección que lo llevó a la Casa Blanca, debido a factores como la presunta intervención de Rusia, utilizando los nuevos medios digitales de comunicación; así como la relevancia de la diseminación de noticias falsas (fake news), dirigidas a confundir y alterar la voluntad del electorado estadounidense.
Por ello, las plataformas o redes sociales digitales más consultadas por la población, también se han visto obligadas a adoptar cambios; primero en su país de origen, Estados Unidos de América y, gradualmente, en el resto del orbe.
Protegidas legalmente en el vecino país del norte, bajo la clasificación de simples intermediarios, sin poder editorial respecto a la información que se difunde a través de sus facilidades, hoy empresas como Facebook, Twitter y YouTube han dejado de lavarse las manos y están abandonando su posición de espectadores, para bien o para mal. Estos gigantes tecnológicos han integrado comités que vigilan el contenido “posteado” en sus páginas y aplicaciones, previo monitoreo realizado por miles de empleados respecto del mismo. Estos comités toman decisiones para continuar con la difusión, o bien, remover publicaciones de sus usuarios, atendiendo a lineamientos predefinidos. No es censura previa, pero es una forma de censura y, como tal, es subjetiva al final del día, aunque lo que persiga sean buenos propósitos, como evitar violencia y discriminación.
La penetración de las redes sociales en la población mundial, la cual se mide en los miles de millones de usuarios mensuales en la actualidad, justifica este ejercicio, a decir de algunos.
No obstante ello, si bien las formas o medios para la comunicación masiva han evolucionado, el riesgo de que la censura coarte la libertad de expresión sigue siendo esencialmente el mismo. Los comités de la veracidad, al estar integrados por seres humanos, son susceptibles de regirse por influencias y coyunturas contrarias a la esencia misma de la libertad que buscan salvaguardar.
Como ha sucedido en tiempos pasados, el fiel de la balanza debe residir en la sociedad y no en los encargados de entregar a ésta, la información.