Sobre liberalismo y populismo

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Foto: larazondemexico

El uso de rótulos en el ámbito de lo humano es inevitable. Pensamos en categorías, tejemos nuestra vida a través de conceptos y concepciones. Nombramos a las cosas para entenderlas y utilizarlas. Esto va desde el ámbito del sentido común –ese “sistema de obviedades” como diría Escalante– hasta terrenos más pantanosos como las humanidades y las ciencias sociales. El que hoy exista un debate público –fuerte, robusto, vibrante– sobre cómo llamar a lo que está pasando en el mundo de la política es muy saludable. Hoy políticamente nos debatimos entre dos polos: entre el liberalismo y el populismo. Y si de algo podemos estar seguros es que el objeto a debate está aún en construcción. Es decir, será el método, la construcción de las premisas, la manera en que nos aproximemos al objeto de estudio, lo que definirá los contornos del mismo. Porque si algo ha quedado claro es que nadie –o casi nadie– sabe bien a bien lo que define al liberalismo ni al populismo de nuestros días.

Podemos estar de acuerdo en que tanto liberalismo y populismo son, antes que nada, palabras. Parecería algo más que una obviedad decir esto, pero no lo es. El debate actual es, por un lado, un intento de descifrar qué significan esas dos palabras, pero, por el otro, una lucha muy necesaria para que no dejen de significar algo que se considera valioso. Me detengo en esto último. La polarización política que hoy vivimos es –en mucho– producto de no aceptar que  ambas ideas protegen algo considerado digno de protección. Por años los liberales tacharon de irracionales a quienes defendían alguna tesis populista y hoy vemos a quienes pontifican desde el populismo pintar un fresco en el que el liberal es el culpable de todos nuestros males.

Lo que el debate de hoy en día deja entrever –véase el actual número de Letras Libres y los diversos ensayos y textos de Bravo Regidor, Silva-Herzog Márquez, Roberto Gil Zuarth, Rafael Rojas, etcétera– es ese proceso de construcción de significado de ambos términos. Si algo ha quedado claro de este debate, a mi parecer, son dos cosas.

Primero. Las dos palabras –tanto liberalismo como populismo– se insertan en familias ideológicas para nada homogéneas. No hay un sólo liberalismo y no hay un sólo populismo. Hay liberalismos y hay populismos. Existen liberalismos que tienden hacia lo social y hay populismos que respetan la importancia de las libertades. Si partimos de esto, el reto está en ordenar, sistematizar, distinguir, analizar y sintetizar lo que queremos decir cuando hablamos de estas categorías.

Segundo. Ambos conceptos deben nutrirse de la realidad. Otra vez parecería una obviedad, pero no lo es. De nada sirven conceptos que no reflejen lo que realmente pasa en el mundo. Uno de los problemas del liberalismo en los últimos años es que se desprendió de su ropaje empírico y se volcó a construir modelos econométricos que no reflejaban la realidad, o sólo reflejaban la parte que convenía a la teoría. Esto no es menor porque la creación del concepto responde a una necesidad práctica: resolver cómo debemos actuar. A través de la conceptualización se plantea el problema a resolver. Uno de los errores de algunas corrientes liberales fue, por ejemplo, no querer incorporar en su teoría los problemas reales, visibles, de la descarada desigualdad en que vivimos. Esta ceguera es uno de los antecedentes de la actual “crisis liberal”.

Concluyo: en este momento nuestro reto es dotar de un significado a ambos conceptos que den más luz que oscuridad a los debates y que no se excluyan mutuamente. Es decir, que quienes se asuman dentro de alguna u otra corriente acepten el grano de verdad de quienes piensan distinto y, más importante aún, que compartan un piso común de principios y valores sobre el cual se puedan parar a construir soluciones viables a los problemas sociales. Así sucedió durante mucho tiempo con los Republicanos y los Demócratas en Estados Unidos –claro, hasta que llegó Trump–. Al final no debemos perder de vista que lo relevante, lo verdaderamente importante, es que de estas ideas derivan razones prácticas, es decir, directrices no sólo para interpretar el mundo sino cambiarlo. Y el punto es cambiarlo para bien.

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