Tanto consternación, indignación y protestas causó la noticia del contenedor refrigerado que deambuló en Jalisco con 273 cuerpos, que por unos días olvidamos que, si bien es grave que suceda, lo es más la trepidante violencia mortal que se impone todos los días, hasta destruir el asombro para instalarse con categoría de normal.
La muerte va de prisa y cada vez parece encontrarnos más pasmados, en una especie de adormecimiento como protección frente a lo que no alcanzamos a comprender y, menos, evitar.
En 2015, la tasa de homicidios fue de 12 por cada 100 mil habitantes; misma que se duplicó en cuatro años.
El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) informó que tenía registrados 29 mil 146 homicidios en 2017; el INEGI, por su parte, colocó la cifra en 31 mil 174, lo que equivale a una tasa de 25 por cada 100 mil habitantes.
Ningún sistema de atención forense puede estar preparado para este crecimiento.
De enero a junio de este año, de acuerdo con el SESNSP, la cifra es de 15 mil 973; es decir, 87 cada día. ¿Hay otro país en el mundo que cuente casi un centenar de homicidios cada 24 horas?
Como para decir Basta. Como para sacudirnos esta resignación, esta indiferencia, este miedo silencioso que compartimos.
Ni las 200 criptas que se construyeron en Tonalá, Jalisco, en 2016; ni las 10 cámaras frigoríficas que se compraron en Guerrero para almacenar hasta 900 cuerpos; ni el tráiler que compró el gobierno de Veracruz con contenedor frigorífico para 300 espacios, para duplicar la capacidad; ni el nuevo refrigerador de Tijuana para 50 cuerpos; ni los que se hayan adquirido en otras ciudades y estados bastarán, si no detenemos el avance de la muerte.
La imagen del contenedor ambulante de Jalisco sobrecogió por su itinerante extravío, su carga mortal y anónima; el trato de material de desecho que se le da a la dignidad humana.
Pero, sobre todo, porque detrás de la imagen hay dolor. El dolor de las víctimas, privadas de la vida en quién sabe qué circunstancias; el dolor de las familias que no saben dónde están aquellos de sus miembros que un mal día desaparecieron.
Más aún, nos sobrecoge porque nos recuerda, de una forma descarnada, que todos los días perdemos vidas sin que hayamos encontrado la manera de detener la tragedia. Y porque, además, nos recuerda que no sólo no hemos frenado al crimen. Tampoco hemos sabido reencontrar a los deudos con sus muertos, ni contener la entrada de armas al país, ni castigar a los homicidas, ni darles repuesta a quienes buscan a sus desaparecidos, ni erradicar la colusión de autoridades. Ni honrar con hechos a los muchos hombres y mujeres de bien que han ofrendado su vida en esta lucha, desde las Fuerzas Armadas y las corporaciones policiales. Y mucho menos, encontrar una rendija de luz en el oscuro y largo túnel de la violencia más absurda que haya conocido este país.
Hace tiempo que debió haber llegado el momento de poner el alto a esta sangría. En todo caso, si no fue antes, que sea ahora.
Necesitamos encontrar nuevos caminos, porque lo que ha dejado de hacerse es omisión culpable y lo que se ha hecho ha sido infructuoso.
Empecemos por unirnos en la causa.