La ambición

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De mi lectura de los tres grandes libros de Fernando del Paso (José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio) recuerdo, además de las líneas generales de sus tramas (la búsqueda de José Trigo en los campamentos ferrocarrileros de Nonoalco-Tlatelolco; las aventuras de un estudiante de Medicina, enamorado de su prima, en la Ciudad de México de 1968; el delirante monólogo de la Emperatriz Carlota recordando al Segundo Imperio Mexicano), una clara sensación de asombro ante la ambición literaria que se estaba llevando a cabo frente a mis ojos.

Ambición, sí, en el sentido que le daba Cyril Connolly cuando escribió “Cuantos más libros leemos, mejor nos damos cuenta de que la verdadera misión de un escritor es crear una obra maestra, y que ninguna otra tarea tiene la menor importancia”.

Se trasluce, en esa tercia de títulos de Del Paso, la más alta de las aspiraciones, cuanto más arriesgada más sublime y portentosa. Es la prosa puesta en pie, en un marco de historia total, sedienta de exhaustividad, pantagruélica, voraz.

Gran lección para un aspirante a lector (y poeta en ciernes): la obra maestra, el gesto grande, la apuesta apoteósica. Diez años de trabajo en cada libro, con la ausencia de prisa de quien sabe que prepara una alucinante irrupción en el foro. Mi fascinación se concentró en Palinuro de México, 650 páginas sin apenas trama, con un abecedario inflamable y, por ahí, una historia de amor que enchinó mi piel sin descanso (Estefanía, ah, Estefanía). Le agradezco a Del Paso la ambición, la carcajada estentórea, la erotización del vocabulario, la idea de que una literatura mayor aún es o era posible. Esos libros fueron una universidad paralela a la otra, en la que estudiaba Letras Hispánicas y sin embargo no aprendía a la misma velocidad. Otros títulos memorables y fundadores, para mí, los acompañaron: La región más transparente, de Carlos Fuentes; Paradiso, de José Lezama Lima; Rayuela, de Julio Cortázar; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa, algunos que aspiraron a la grandeza y quedaron, nada más, en libros buenísimos, como La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique o El río, de Luis Cardoza y Aragón. Y no muchos más. Yo, inclinado al verso, mamaba prosa narrativa como infante lactando, y le tengo mucho cariño a esos libros que no tuvieron empacho en tutearse con Rabelais, con Sterne, con Mann.

¿Qué ha sido de esa ambición? Los gringos la ensayan, con un Jonathan Franzen y un David Foster Wallace. El noruego Karl Ove Knausgaard parecía que se iba a escribir a sí mismo hasta caer muerto. Pero ya no leo tanta ficción, descenso que, dicen, trae la edad… Aquí, en México, reconozco a tres (hay más, claro: pienso en Daniel Sada) escritores que saben teclear con furia y sin miedo, con un ojo puesto en la más rica elaboración estilística y el otro sueltito en la ambición. Se trata de Álvaro Enrigue, Emiliano Monge y Fernanda Melchor. Son voces deschongadas y potentes que agradezco, con vastas aspiraciones, que no piden perdón ni permiso. Prosas que más parecen haber sido aporreadas que tecleadas y que mucho le deben a los esfuerzos titánicos de un Del Paso, que se encerraba el tiempo que fuera necesario a levantar sus catedrales verbales. Siempre hay que festejar esa ambición.

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