La calidad del aire y los derechos humanos

Foto: larazondemexico

El derecho de las personas a un medio ambiente sano para su desarrollo y bienestar se encuentra previsto en el artículo 4º constitucional, siendo responsabilidad del Estado la garantía del mismo.

La contingencia ambiental decretada la semana pasada en la Ciudad de México evidenció diversas carencias y deficiencias en la capacidad de reacción y atención de las autoridades de los distintos niveles y órdenes de gobierno, frente a una situación que, desde hace varios años, constituye uno de los principales riesgos a los que se deben de enfrentar en las zonas urbanas del país.

Apenas en julio de 2018, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos emitió una Recomendación General en materia de contaminación atmosférica urbana, cuya mayoría de puntos recomendatorios no han sido tomados en consideración por sus destinatarios, por lo que en modo alguno se está en presencia de situaciones inéditas o de un riesgo emergente.

Desde el reconocimiento expreso por parte del Gobierno de la Ciudad de México sobre la falta de un programa, protocolo o plan de acción frente a los altos niveles de concentración de partículas finas; la insuficiencia de recursos y capacidades para prevenir y abatir los incendios forestales y urbanos que se han presentado; la ausencia de criterios claros para diferir la entrada en vigor de la contingencia ambiental aun cuando se habían detectado altas concentraciones de partículas y emitido una alerta ambiental al respecto en días previos; hasta la falta de información completa, oportuna y accesible para la población sobre los riesgos y consecuencias para la salud derivados de la exposición a las partículas finas, así como de las medidas preventivas o paliativas que se debían adoptar ante ello, es claro que son muchos los aspectos que las autoridades deben considerar y atender si pretenden que su respuesta sea mejor en lo sucesivo y la garantía de los derechos de las personas más efectiva.

Los daños y las afectaciones ambientales no siempre se pueden impedir, pero sí es posible prevenirlos o atenuar sus consecuencias, en la medida en que las autoridades actúen con la debida diligencia, no sólo adoptando medidas reactivas ante la presencia de los problemas, sino mediante el diseño e implementación de políticas públicas, planes y acciones que aborden las causas de los mismos. Es decir, mediante el adecuado ejercicio de su deber de garantizar el respeto del derecho a un medio ambiente sano, lo cual lleva implícito que en todos los ámbitos de su actuación se asuma como premisa la protección del mismo, a la vez que se regule y vigile que las conductas de particulares no vulneren este ámbito.

Hasta ahora, el énfasis que se ha advertido en las acciones y proyectos del Gobierno federal en materia energética se ha colocado en el uso de hidrocarburos y combustibles fósiles. Sería deseable que se empezara a priorizar el desarrollo y uso de energías limpias, las cuales, si bien se mencionan en el Plan Nacional de Desarrollo, no cuentan con estrategias o mecanismos operativos definidos para su implementación. La necesidad y conveniencia de la transición a las energías limpias no es algo que pueda vincularse o dependa de cuestiones políticas o ideológicas, es una cuestión sustentada en evidencia objetiva que debe asumirse como prioridad nacional si realmente queremos evitar situaciones como las que vivimos la semana pasada en el Valle de México y lograr la efectiva vigencia de los derechos humanos en nuestro país.

Desatender las cuestiones ambientales, entre la que se encuentra la calidad del aire a nivel nacional, tendrá costos y consecuencias graves en el futuro. No sólo se afectarán las actividades productivas en el país, sino que se causarán daños considerables a la salud, calidad de vida y posibilidades de desarrollo de las y los mexicanos. De la inversión que se haga en este rubro dependerá, en buena medida, el tipo de futuro que tengamos como país.

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