La lección del replicante

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Ha muerto Rutger Hauer, pero su interpretación hamletiana del androide Roy Batty, en la película Blade Runner, es inmortal. No uso gratuitamente los términos mortal-inmortal: son la materia de que está hecho su discurso.

Y no me refiero solamente al archiconocido monólogo final, sino a cada una de sus apariciones, a las que les supo imprimir una intensidad (metafísica, romántica, poética) que sólo se explica porque sabe cuándo va a morir.

Recordemos: Roy Batty es un robot de última generación, conocido como “replicante”, cuya semejanza con un ser humano es más que total, pues se le considera “más humano que humano”. Lo diferencia de nosotros la carencia de un pasado real, pues se le han implantado recuerdos falsos, y el hecho crucial de que tiene fecha de caducidad: cuando lo conocemos, le quedan ya pocas horas de vida. Y aquí surge de inmediato un primer reparo: ¿no tenemos todos fecha de caducidad? La respuesta es menos clara de lo que aparenta, pues caducidad tenemos, pero la fecha podemos forzarla por medio del suicidio, que es, según Camus, el único tema filosófico que importa. Batty también podría autodestruirse, pero su anhelo es el de la inmortalidad. Y, por supuesto, es sintético, fue diseñado por una mente maestra, y aquí vuelvo a preguntar: ¿la evolución y sus upgrades no nos han forjado a nosotros? ¿O Dios? El enigma es desafiante.

Sobre un tablero de ajedrez, Borges se preguntaba: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de dios la trama empieza?” En el caso de Batty, él puede hacer algo que nosotros no: conocer a su hacedor e interrogarlo. El encuentro es de un patetismo sublime, y cuando el replicante descubre que no hay manera de aplazar su muerte, que desde que “nació” ha estado condenado, besa a su inventor en la boca y lo mata, encadenándose así, genialmente, a la mitología. Los replicantes sienten, lloran, aman, pero la facultad que los define es la voluntad de seguir siendo, esa potencia volitiva que en todo momento confunden con el libre albedrío. Igual, sí, que el ser humano. Una certeza nos hermana: la certeza de la muerte, y la relación que establezcamos con ella nos hará libres o no. Montaigne sentenció famosamente que quien aprende a morir desaprende a servir, queriendo decir, nos queda claro, que hay que aprender a vivir.

En la última escena, antes del célebre monólogo final, Harrison Ford se aferra de una gárgola en lo alto de un edificio con desesperación: está a punto de caer, de desaparecer, de morir. El replicante, que sabe que también está a punto de alcanzar su caducidad, le dice: “Toda una experiencia vivir con miedo, ¿no es así? Eso es ser un esclavo”, y decide, en un acto que lo endiosa o humaniza, salvarlo. Segundos después dice: “Es tiempo de morir” y muere. Parece, de alguna forma, haberse adueñado de su destino y aceptarlo en paz, libre ya de la esclavitud de su fatalidad. Es un momento de gran belleza e intensidad dramática que a mí me gusta recordar constantemente, para mejor

aprender a morir.

Un dato: Blade Runner se desarrolla en el lejano año de 2019. El futuro nos alcanzó.

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Javier Solórzano Zinser
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.