Oscar Wilde (1854-1900) pudo escribir El retrato de Dorian Grey (“La tragedia de la madurez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven”), De Profundis (“En cada uno de los momentos de la vida de uno, uno es lo que ha de ser, no menos de lo que ha sido. El arte es un símbolo porque el hombre es un símbolo”) y ese gran poema popular que es “La balada de la cárcel de Reading” (“Todos matamos lo que amamos”), pero su verdadero genio era verbal.
A quien pudo escucharlo le parecía decepcionante leerlo, y son pocos los registros que hay de la magia evanescente de su conversación, que abundaba en apólogos, es decir en relatos o fábulas que Wilde improvisaba para sazonar el momento con paradojas, ironías inquietantes o enseñanzas. André Gide fue uno de los pocos afortunados testigos de ese genio, y gracias a sus notas hoy podemos paladear estos apólogos:
-“Cuando Narciso murió, las flores estaban desoladas y pidieron al río unas gotas de agua para llorar. –Aun si todas mis gotas fueran lágrimas, no tendría suficientes para llorar a Narciso. ¡Cómo lo amaba! –respondió el río. —¿Cómo no podrías haberlo amado? Era hermoso –retomaron las flores. —¿Era hermoso? —preguntó el río. —¿Y quién mejor que tú lo sabes? Cada vez que se inclinaba en la orilla, miraba en tus aguas su belleza
—dijeron las flores. —Si yo lo amaba, era porque cuando se inclinaba sobre mis aguas me veía reflejado en sus ojos —respondió el río.”
-“Había una vez un hombre que sólo podía pensar en bronce. Este hombre un día tuvo una idea, la idea de la alegría, de la alegría que vive el instante, y sintió que necesitaba decirla, pero en el mundo entero no quedaba un trozo de bronce, porque los hombres lo habían empleado todo… Pensó en una estatua de bronce que había hecho sobre la tumba de su mujer, la única a la que había amado. Era la estatua de la tristeza que habita la vida. Entonces tomó la estatua de la tristeza que habita la vida, la rompió y la fundió e hizo la estatua de la alegría, de la alegría que dura un instante”.
-“Había una vez un hombre a quien querían en su pueblo porque relataba historias. Todas las mañanas dejaba el pueblo, y cuando volvía por la noche los trabajadores le pedían que les contara lo que había visto: —¡Anda! Cuenta, ¿qué has visto hoy? —Vi en el bosque a un fauno que tocaba la flauta, y cuando llegué a la orilla del mar, vi tres sirenas en la cresta de las olas que se peinaban con un peine de oro los cabellos verdes—. Y los hombres lo querían porque contaba historias. Una mañana, dejó el pueblo, pero cuando llegó a la orilla del mar, vio aparecer tres sirenas en la cresta de las olas que se peinaban con un peine de oro los cabellos verdes. Y al llegar al bosque, vio a un fauno que tocaba la flauta. Al volver al pueblo, le preguntaron como siempre: —¡Anda!, cuenta, ¿qué viste? —No vi nada, respondió el hombre.
Wilde solía decir: “He puesto el genio en mi vida, y sólo el talento en mi obra”. Lo que hubiéramos dado por “escucharlo con los ojos”, como dijo él de Gide. Al menos, algunas de sus punzantes historias no se perdieron
en el tiempo.