En los últimos días he participado en algunos foros donde se ha debatido la fundación del Partido Comunista Mexicano, hace cien años. Me ha sorprendido tanto malestar frente a la posibilidad de una historia ponderada de esa organización, especialmente dentro de las últimas generaciones de una izquierda que reprocha a los comunistas ciertos “pecados originales”.
La expresión hace más sentido en el lenguaje de las viejas derechas que en el de las nuevas izquierdas, pero, en el fondo, proyecta incomodidad ante la identificación final de los comunistas con la democracia.
Escuché dos variantes de ese “pecado”. Para unos éste habría consistido en una equivocada comprensión de la “verdadera naturaleza” de la Revolución Mexicana, esto es, su carácter “esencialmente burgués”, como decían Alperovich, Rudenko, Lavrov y otros historiadores de la Academia de Ciencias de la URSS en los años 50 y 60. Esa equivocada lectura, que cuestionó brillantemente el historiador republicano español, refugiado en México, Juan A. Ortega y Medina, supone una confusión entre comunismo y lombardismo, que vale la pena deshacer.
Según esa hipótesis, los comunistas se habrían equivocado al apoyar a Álvaro Obregón, a Lázaro Cárdenas y al entrar en el juego electoral durante el régimen del PRI. Dicho de otra manera, el error de los comunistas habría sido no llamar a revolucionar la Revolución. Lo cierto es que a veces sí lo hicieron: a fines de los 20, cuando aplicaron la tesis de “clase contra clase” frente al Maximato —lo que, en buena medida, condujo a la ruptura diplomática con la URSS en 1930—, o a fines de los 50, cuando respaldaron el movimiento ferrocarrilero de Demetrio Vallejo.
La versión opuesta del “pecado” es que los comunistas se equivocaron al seguir a pie juntillas la línea de Moscú. Más allá de que, precisamente, de eso se trataba en cualquier partido comunista latinoamericano, inscrito en la III Internacional, la verdad es que a veces los comunistas mexicanos no hicieron exactamente lo que el Kremlin quería. En los años 20 y 30 apoyaron las revoluciones centroamericanas y caribeñas más allá de lo que recomendaba el Comintern. Algunos de ellos, como Hernán Laborde y Valentín Campa, respaldaron el asilo a León Trotski, se opusieron a su estigmatización por parte de estalinistas y lombardistas, y a su asesinato, por lo que fueron expulsados.
Más bien, lo que se deriva de una historia serena de la izquierda es que la gran dificultad del comunismo fue defender un programa de cambio social contra un Estado postrevolucionario como el mexicano. Se pudo ver con claridad en 1954, cuando el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala, y entre 1959 y 1961, con la Revolución Cubana y el giro al socialismo en la isla. En ambas coyunturas, la izquierda del PRI y, sobre todo, el cardenismo, desplazaron a los comunistas como interlocutores. No por azar, aquellos momentos coincidieron con las mayores rachas de represión contra el PCM.