Guerreros letrados

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Foto: larazondemexico

He vuelto a leer Neither Peace nor Free. The Cultural Cold War in Latin America (Harvard University Press, 2015), el excelente libro con el cual el historiador Patrick Iber ofrece una mirada compleja de la Guerra Fría Cultural en Latinoamérica. El académico hace balance de cómo la relación entre grupos de intelectuales y Estados, dentro de la región, convirtió a los primeros en aliados de los respectivos bloques en pugna, encabezados por la URSS y EU. Alineamientos que implicaron, en cada campo, impulsos liberadores y justificaciones a la opresión.

Recuerda Iber que la estrategia soviética, dentro de su enfoque de coexistencia pacífica, se concretó a través del Consejo Mundial por la Paz. Su aliada cubana, promotora de la lucha armada y el socialismo radical, forjó la Casa de las Américas. Opuesta a ambas, la alianza de liberales y socialdemócratas reunidos en el Congreso por la Libertad Cultural, impulsó la agenda anticomunista —ideológicamente diversa— afín por Washington. Los respectivos servicios de inteligencia —la KGB, el DSE y la CIA— apoyaron estos proyectos; aunque sus impulsores sostuvieron demandas y orientaciones diferenciadas en aquellos países donde desplegaron su accionar.

Siendo esta Guerra Fría Cultural, en buena parte, una disputa entre distintos tipos de proyectos progresistas —enfrentados en cómo conciliar libertad individual y justicia social—, el conflicto se tradujo en una suerte de guerra civil internacional de las izquierdas. Pero el escenario latinoamericano, a diferencia de la Europa de la posguerra, complicó todo. Las ideologías liberales, que Iber identifica por su dependencia del compromiso y el gradualismo, chocaron con los problemas acumulados —pobreza, oligarquías, corrupción, atraso— de la región. Y la lucha contra el totalitarismo coincidió con la tradición antimperialista, abonada por el radicalismo castrista y la represión desplegada por las dictaduras militares, aliadas de EU.

El autor nos conduce a una dura conclusión: todas las opciones fracasaron, al someter a los intelectuales al fin de sus utopías y a distintos modos de compromiso con las represiones y modernizaciones de los Estados. Eso, que es a grosso modo cierto, oculta algunos matices, particularmente visibles —y valiosos— en los escenarios actuales, posdemocráticos. El primero es la necesidad de diferenciar los marcos —y oportunidades— contrapuestos que ofrecen al activismo intelectual las democracias liberales y las autocracias de partido único.

Por un lado, la política exterior de EU siempre cobijó a funcionarios liberales y halcones represores, proyección exterior de la dualidad república-imperio, constitutiva de la nación norteamericana. El propio Iber rescata en su libro la labor de instituciones liberales como la Fundación Ford, que protegieron a los intelectuales de izquierda de la represión de las dictaduras gorilas y apoyaron su reinserción dentro de las transiciones a la democracia. Mientras, en la URSS y Cuba, la naturaleza misma del modelo impedía sostener a lo interno y en el exterior, semejante pluralismo entre política y policía.

Si recuperamos la complejidad, en lo político y en lo intelectual, superamos los binarismos paralizantes. En ese sentido, en la disputa entre democracia y totalitarismo, a la oposición entre un Sartre comunista y un Aron liberal —ambos partisanos de la Guerra Fría— habría que añadir el Camus libertario. El hombre rebelde, capaz de ejercer su autonomía relativa, ante unos y otros. Eso sí: siempre desde las coordenadas de la sociedad abierta. Las únicas donde es posible promover y disputar ideas diferentes, pese a la incomodidad del poder.

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