En nuestra joven región oscilamos, permanentemente, entre extremos. Alternamos visiones utópicas de un actor —el Estado, el Mercado— o un principio —la justicia social, el lucro empresarial— capaces de proveer a la gente de todos los bienes anhelados y los estatus demandables. La libertad, entendida en su doble condición de no interferencia y capacidades que habilitan el desarrollo personal y colectivo, ha sido jaloneada por esa alternancia de utopías monistas y excluyentes. Luego, ¿cómo conseguirla y preservarla?
Los conocidos académicos Daron Acemoglu y James A. Robinson retoman el tema en El pasillo estrecho. Estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad, recién publicado en lengua inglesa (Penguin, New York) y castellana (Deusto, Barcelona). Los autores proponen un enfoque dinámico, donde conflicto y consenso, gobernantes y gobernados, se hilvanan en una espiral compleja. A través de una rica variedad de ejemplos históricos —que abarcan desde la antigüedad mesoriental a la contemporaneidad globalizada— Acemoglu y Robinson nos llevan por sociedades con Leviatanes despóticos, ausentes, frágiles y encadenados. Estos últimos pueden controlar la violencia, hacer cumplir las leyes y proporcionar servicios a su ciudadanía. Pero, insisten, una sociedad fuerte es necesaria para controlar al Estado fuerte. Así, entre el miedo que imponen los Estados autocráticos —pensemos en Rusia— y la anarquía que estalla en su ausencia —veamos a Libia— hay un pasillo estrecho donde Estado y sociedad interactúan, se confrontan y equilibran mutuamente. Haciendo posible la libertad.
Los académicos recuperan un enfoque neoinstitucional e histórico —ya presente en su libro anterior, Por qué fracasan los países— que nos recuerda a clásicos como Charles Tilly. Aquel sociólogo norteamericano había expuesto en su última obra (Democracia) la necesidad de estudiar a los Estados en función de mixturas entre capacidad y democraticidad; ambas se combinaban —y confrontaban— con distintos niveles de pujanza cívica, afectando la vida cotidiana de la gente. Allí donde existen Estados débiles pero democráticos —en buena parte de Latinoamérica— no habría represión gubernamental pero tampoco provisión pública. Si el Estado era débil y autoritario —pensemos en países africanos— la población estaría abandonada y a la vez reprimida por caudillos disfrazados de estadistas. En los Estados fuertes y autocráticos —como China— sería posible proveer bienes y servicios, más o menos ampliamente, pero a costa de los derechos de su población. Por último, donde —como en Alemania— se combinan altos niveles de capacidad y democraticidad estatales, la ciudadanía disfruta y ejerce sus derechos de forma más plena, activa e integral.
Algo parecido nos dicen Acemoglu y Robinson. Insisten en que el goce de la libertad deriva de la capacidad de una población para sostener y recrear la movilización social, transformarla en derechos y políticas públicas —garantizados por el Estado— y conseguir un equilibrio de poder entre el pueblo y las élites. La actual coyuntura de autocratización global, movilización trasnacional, pandemia planetaria, conflictos geopolíticos y disputas comerciales pondrá a prueba dicha capacidad, en todos los rincones de la política internacional. La buena gobernanza, en este siglo XXI, dependerá mucho de que las naciones y sociedades sean capaces de procesar de modo virtuoso la síntesis, siempre contingente, entre el poder egoísta de los de arriba y las demandas insatisfechas de los de abajo. Con una tendencia al constreñimiento regulado de los primeros y el empoderamiento sostenible de estos últimos.