Cuando deberíamos estar atestiguando la fascinante carrera de la ciencia contra el coronavirus, o mejor dicho, su persecución al más puro estilo detectivesco (el paciente cero aún no aparece, aunque todo indica que puede ser un chino de la provincia de Hubei, que lo contrajo a mediados de noviembre, un mes antes de lo que los expertos calculaban), la estupidez humana insiste en robar cámara, ponerse en primer plano y no dejarnos ver lo que de veras importa: el retrato de cuerpo entero, si bien minúsculo, del Covid-19, sus movimientos, los medios por los que viaja, su capacidad de contagio, su fuerza y su vulnerabilidad.
En las películas sobre epidemias, me resulta mucho más interesante lo que sucede en los laboratorios (generalmente a contrarreloj) que la predecible y creciente histeria de las calles. Pero la ciencia es menos sexy que el miedo, y lo que se mueve bajo un microscopio llama mucho menos la atención que lo que corretea afuera de nuestras ventanas. Tan es así, que Camus pudo escribir una obra maestra, La peste, sin apenas voltear a ver a la enfermedad misma, bastándole con las reacciones que ésta generaba en los pobladores de la ciudad argelina de Orán. La naturaleza humana en situaciones críticas es el tema constante de Camus, y en dicho libro quiso responderse qué hace la gente cuando la azota una plaga a todas luces gratuita, absurda. Nuestro bicho, llamado coronavirus por su aspecto, nada tiene de gratuito (y lo conocemos y controlamos desde los años sesenta, salvo a la nueva cepa que actualmente nos azota), pero podemos formularnos la misma interrogante que Camus. Nuestro retrato colectivo ante la pandemia es, en una palabra, desastroso.
Se nos pidieron dos cosas ridículamente sencillas: lavarnos las manos con frecuencia y deliberación y reducir nuestro contacto social (el poeta Josef Brodsky escribió: “No salgan de sus cuartos, eviten un resfrío, / estas cuatro paredes, ¿qué mayor desafío?”). La así llamada curva exponencial de contagio, en la que los casos se duplican cada tres días, puede abatirse en escenarios de moderado y extensivo distanciamiento social. ¿Qué hicimos? Fuimos a comprar, inexplicablemente, papel de baño, revelando de manera demasiado gráfica que pensamos con las nalgas. Nuestro Presidente recomendó abrazarnos y, en un acto que ni a Camus, rey del absurdo, se le hubiera ocurrido, chupó y mordisqueó el cachete de una niña en uno de esos baños de multitudes en que le gusta retozar. Yo seguiría carcajeándome si esos hechos (y muchos más, por no hablar del desdén que tiene el presidente de Estados Unidos por la ciencia) no fueran de una irresponsabilidad social criminal. Cada acto desencadena otro acto, cadenas de actos: en Corea del Sur, la paciente 31, recién salida de un hospital donde no fue diagnosticada, circuló, vio a amigos, fue a un bufet… Mil personas fueron contagiadas por esos movimientos. Y ahora que China festeja haber dado de alta a sus últimos pacientes, nosotros comenzamos a darnos cuenta de que no nos habíamos dado cuenta. La tontería humana, y uso un término blandito, ha demostrado ser más veloz y más perniciosa que el propio coronavirus, regalándonos una imagen contundente: somos virales, el virus somos nosotros.