“He estado soñando películas de terror casi todas las noches. Monstruos que intento no dejar pasar. Me veo en mi casa de infancia, se escucha un viento muy fuerte y temo que se abra la puerta. Intento contenerlo pero no sé si me alcanzará la fuerza. Pido ayuda pero no me sale la voz”. (Margaret, 43 años)
“Estoy en casa, en la que realmente vivo. Miro por la ventana y se ven venir cientos de tanques de guerra. No entiendo por qué están pasando por mi calle si no estamos en guerra. Me invade un terror enorme. Quizá la guerra ya empezó y no me di cuenta”. (Ana, 28 años)
Las pesadillas en estos días tienen que ver con el peligro que simboliza el exterior, la calle, lo que está afuera, sigiloso, invisible, enemigo transparente. Los peligros internos, con los que vivimos siempre, se fusionan con los externos, y nacen sueños en los que se intenta detener el peligro que amenaza la vida.
Ser buenos soñantes, decía W. Bion, es una de las formas de conservarse sano. Pienso en los sueños de los que despertamos desolados, llorando, gritando, angustiados o aterrorizados, como un drenaje emocional necesario para procesar todo lo que en la vigilia pasa desapercibido o se registra pero no se nombra. A veces sólo en sueños nos atrevemos a ver de frente lo que despiertos sería insoportable.
He visto dos grupos más o menos identificables: los más racionales, que se preocupan mucho más por las consecuencias económicas de largo plazo que por la enfermedad. Los más emotivos, angustiados por la posibilidad de contagiarse y contagiar. La paranoia tendrá que dar paso en unos días, a enfrentar la realidad, adaptarse y seguir adelante. Algunos van logrando enfrentar la pérdida del sentido del tiempo, que viene con la pérdida de la rutina, pero no es fácil: en una situación de incertidumbre el cuerpo navega y parece que no contiene. Quizá de ahí las ganas de comer y beber más, como si el vacío de la angustia y el miedo pudieran llenarse. Mejor comer y beber menos.
Hay quienes creen que tener horarios estrictos es clave para no perderse en la inmensidad de las 24 horas, que hay que pautar a pesar del agotamiento, que viene de la angustia. No es un cansancio conocido, por eso preocupa tanto, por eso algunos empiezan a hablar —prematuramente— de depresión.
Ponerse algunos límites en horarios, consumo de comida y sustancias, buscar rutinas personalizadas para el cuidado de sí, podría disminuir la agotadora angustia de un momento inédito. La tolerancia en la convivencia con los compañeros de cuarentena será clave. Dejar pasar los desencuentros y concentrarse en atravesar juntos el momento.
Los más obsesivos ya se imaginaron poniendo un árbol navideño y así se tranquilizan, pensando que la vida volverá a la normalidad algún día.
He leído en las redes a personas que comparan la pandemia con sus procesos de quimioterapia: una guerra que se libra todos los días hasta que se vence a la enfermedad; Otros más identifican lo que sienten ahora con traumas anteriores. Le llaman estrés pos-traumático, un estado de alerta permanente. La nueva jerarquía de las cosas es otra reacción frecuente: ¿Qué estabas haciendo que parecía tan importante, cuando te enteraste de que miles de personas en el mundo están enfermando de lo mismo?