Recuerdo que mi hermano decía, de niño, que de grande quería ser copiloto. También recuerdo a Linus, el amigo de Charlie Brown, quien no quería ser el primer hombre en pisar la Luna, por carecer de la valentía, pero tampoco el segundo, por rechazar la responsabilidad, y quien después de mucho pensarlo concluía que quería ser el decimosegundo hombre en la Luna, o algo así.
Los recuerdo porque pensaba en Xavier de Maistre, de quien Saint-Beuve dijo que fue un hermano menor contento de serlo. Y es que Xavier hoy sería una nota al pie de página en la biografía de Joseph, su hermano mayor y conocido pensador contrarrevolucionario, si no fuera porque escribió un libro delicioso titulado Viaje alrededor de mi cuarto. Xavier tampoco pretendía ser un escritor (era pintor de paisajes), pero un día, en París, se descubrió famoso y firmando autógrafos con sorpresa y timidez. ¡Lamartine le había dedicado un poema! Todo comenzó porque fue castigado, en 1794, a un arresto domiciliario de 42 días después de un duelo. Un mes y medio confinado a una habitación, en la que Xavier decidió, no sin ironía, “viajar”. Pero aquí debo quitar las comillas porque nuestro personaje de veras exploró el espacio de su purga, zigzagueando en pijama entre la cama y el escritorio y marcando las coordenadas. Pensémoslo, hoy que una pandemia nos recluye al conocido espacio de nuestra cotidianeidad, ¿podemos en serio trazar una línea recta entre nuestra sed y el vaso de agua en la cocina? Diría que no: todo nos distrae, y esa distracción bien vale un viaje.
Borges, a quien nada se le iba, cita a De Maistre en “El Aleph”, y ese cuento relata la posibilidad de que todo, pero todo, se puede concentrar en una esfera casera, en una esquina de nuestra rutina. Es imposible que nos arrincone un virus si sabemos ver, sentir, conectar: nuestros pasos hacia el vaso de agua van cargados de historia y correspondencias, y también de la sorpresa de las relaciones súbitas que un roce con un sillón puede producir, ¡por no hablar de los libros en los estantes a la izquierda, que están abriendo cientos de puertas hacia dónde! Todo ello, vale decirlo, sin pretender ser el primer hombre en la Luna sino sencillamente el ser que viaja desplazándose muy poco, con los pies, pero muchísimo con la cabeza. Y explorando unos metros cuadrados siempre nuevos y que creíamos conocer, porque los nuevos somos nosotros, naciendo ahorita a las revelaciones de este lugar y momento, “impermanentes”, como diría el budismo. Aprendemos a ver lo que está ahí, aquí, en esta cuarentena de los hallazgos. Mi gato, que está loco, con una de sus carreras alucinadas en un par de metros me está invitando a salir de caza en la jungla de nuestro departamento, a acechar aquello agazapado en la maleza de la mesita, coronada por dos suculentas que llevan meses almacenando agua, aparentemente inmóviles pero girando como derviches sobre sí mismas… Estamos atentos, como Xavier, y libres porque nada nos confina: hay una mosca viendo al gato que la ve mientras yo observo al gato y sospecho, en tensión absoluta, que alguien también me observa a mí en este espacio abierto al infinito.