Una crisis, dos críticas

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Nuestras sociedades, acostumbradas a elegir y confrontar a sus gobernantes dentro de mecanismos democráticos de variable desempeño, abordan públicamente los errores de aquellos. Tal actitud es posible, precisamente, por la naturaleza del pacto republicano.  Pero a veces la insatisfacción nos lleva al nihilismo, la crítica a la desafección. Consideramos inservibles nuestras instituciones e insuperables sus fracasos. Creemos que cualquier gobernanza alternativa preservará derechos y ampliará beneficios. Terrible miopía.

El problema se complica cuando buena parte de las naciones democráticas están hoy gobernadas por líderes populistas. Que tensionan seriamente las instituciones. Que desdeñan el saber científico y el disenso cívico. Que apelan al pueblo homogéneo contra la ciudadanía plural. Que buscan sobrepasar, sin aniquilarlos, los contrapesos republicanos. Si a eso sumamos desempeños estatales deficientes al enfrentar la crisis actual, la tentación nos conduce a cuestionar simultáneamente al mandatario, al gobierno y al régimen. A tirar, con el agua sucia, el niño y la tina.

Guillermo O’Donnell —acaso el principal politólogo latinoamericano— entendió y definió tempranamente una crucial diferencia. La que distingue una crítica democrática de la democracia —profunda, pero leal— de las críticas no democráticas —hipócritas y adversariales— a la misma. Ambos ejemplos los encontramos cada día en nuestra prensa y redes sociales. Se confunden, de forma ingenua o intencionada, las nociones y las opciones que aquellas implican. Una crítica democrática, por ejemplo, emplazaría a Trump —y sus pares mundiales— a corregir los errores de política pública y rescatar nuestras sociedades sin aniquilar el Estado de Derecho. Una crítica autoritaria quiere sustituirlo por los inapelables Derechos del Estado, eternamente timoneados por el Déspota  o el Partido. ¿Son lo mismo?

Además del discurso, el contexto también importa. La diferencia entre los tipos de amenaza y las opciones de resistencia que nos plantean el populismo —pariente incómodo de la democracia— y la autocracia —opuesto de aquella— es cualitativa. Podemos adversar legalmente a los Trump’s, como ciudadanos. A los Xi Jinping sólo —y mal— desde la perseguida disidencia. El trumpismo —mercantilista, aislacionista y anticientífico— es confrontado en EU desde su prensa. La misma prensa que Beijing expulsó la pasada semana de un país donde sus inapelables gobernantes —y no su pueblo— ahogaron con opacidad la posibilidad de atender tempranamente la pandemia.

Quienes se consideren a sí mismos demócratas, deben entenderlo. El “derecho a tener derechos” y la “racionalización del poder” son tan universales como sus opuestos. Ningún pueblo está condenado —por la historia o la cultura— a la tiranía o la democracia. Por cada Mao hay un Nehru, por cada Kelsen un Schmitt. El Covid-19 amenaza hoy nuestra existencia, en lo biológico y lo cívico. En lo primero deben unirse todas las naciones. En lo segundo, las repúblicas deben demostrar que estatalidad, seguridad y libertad pueden ir de la mano. Las formas del futuro, si lo alcanzamos, pueden ser las de la mera sobrevivencia animal o el ejercicio pleno de nuestra condición humana.

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