La pandemia del coronavirus ha mostrado las fragilidades de los estados, de los gobiernos y de varios presidentes; pero, más importante aún, lo riesgosos que resultan para el resto del mundo.
Así como ha habido liderazgos solemnes —Angela Merkel, Justin Trudeau— también los ha habido desastrosos. Existe un grupo de presidentes negacionistas de la gravedad de la crisis —Bolsonaro, Trump— cuyas omisiones ponen en riesgo al mundo entero. Asimismo, la compleja agenda internacional no ha sabido reaccionar frente a la pandemia; por ejemplo, la tensión nuclear causada por Irán, a inicio de este año, ha cobrado factura con el poco apoyo de otros países para enfrentar a la epidemia. Sin embargo, ¿qué pasará si el gobierno de Teherán sigue sin recibir ayuda internacional? ¿Habrá más mítines en las cárceles? ¿Y si el presidente de Brasil insiste en minimizar el problema? ¿Habrá sanciones económicas para los países que no acaten las recomendaciones de Organización Mundial de la Salud? ¿Cuántas personas morirían por estas decisiones? Más preocupante es preguntarse: ¿podría generarse una segunda o tercera ola de Covid-19?
Me parece que frente a problemas globales deben tomarse medidas mundiales, pues de nada servirán los esfuerzos de China y Singapur o los sacrificios de Italia y España si cuatro presidentes irresponsables son omisos frente a la pandemia.
Además, los oportunistas del poder no dejarán pasar la tentación de alargar el estado de excepción y para perpetuarse en el poder. Viktor Orban, primer ministro de Hungría, se otorgó máximos poderes y gobernará por tiempo indefinido. Mucho me temo que no será el único caso que veremos.
Como se ve, el Covid-19 dejará problemas de salud, crisis económica y gobiernos totalitarios. Si no tomamos las riendas desde el inicio, revertir estos efectos tomará varias décadas.
El cosmpolitismo es un viejo concepto que vale la pena revisitar en estos días; propone que todos los seres humanos, independientemente de su nacionalidad o afiliación política son, al mismo tiempo, ciudadanos en una sola comunidad: el mundo. La comunidad universal de ciudadanos del mundo funciona como un ideal positivo para proteger a las instituciones políticas, enfrentar los retos de los mercados económicos y zanjar los desafíos globales. Todo ello pues la pertenencia a la humanidad implica responsabilidades y obligaciones moralmente ineludibles.
Así, una visión cosmopolita de la política asumiría el principio de hacer lo mejor para ayudar a los seres humanos. Bajo esta óptica, la ayuda médica llegaría a todos los países, más allá de las tensiones existentes; además, no habría espacio para politiquerías locales que comprometan el futuro del mundo entero; los amagues totalitarios serían más difíciles de concretar y, finalmente, las crisis ecológicas o económicas se enfrentarían en conjunto pues, hoy sabemos, la vida de todos está en juego.