Desde que cayó el Muro de Berlín, en América Latina se debate cómo diferenciar las varias izquierdas de la región. Se han usado términos muy diversos, que ganan una súbita aceptación, para luego entrar en desuso, como “socialismo del siglo XXI”, “revoluciones bolivarianas”, “neopopulismo”, “castro-chavismo”, “gobiernos populares”, “izquierdas democráticas”, “progresismo”, “marea rosa”.
Bien estudiadas todas esas experiencias de gobierno, es evidente que son más sus diferencias que sus semejanzas. Entre estas últimas se podrían mencionar la transferencia de porciones considerables del gasto público a programas sociales o la concentración del poder. Otros elementos distintivos de aquellos regímenes, especialmente en el polo bolivariano, como el cambio constitucional, la reelección presidencial o la monopolización de medios de comunicación, no se manifestaron en todos por igual.
Al concluir la segunda década del siglo XXI y en medio de una crisis sanitaria, que se vislumbra prolongada y que postergará procesos electorales, se pueden zanjar mejor esas diferencias entre unas y otras izquierdas a partir de los desenlaces de sus gobiernos. Visto desde esa perspectiva, el mapa del progresismo latinoamericano del siglo XXI tendría un eje de distinción inobjetable en la capacidad de renuncia, o no, al ejercicio directo del poder del Estado.
Ceder la presidencia de la república, por vías legítimas (elecciones) o ilegítimas (golpes de Estado), no es lo mismo desde luego. Pero más allá del método, la cesión del poder es un acto que, muchas veces, acaba definiendo la biografía de un líder o una líder mucho más que sus años de ejercicio al mando. Los profesionales del culto a la personalidad quieren convencernos de lo contrario, pero lo cierto es que la cesión, o no, del poder dice lo esencial de una política o un político.
En la izquierda latinoamericana del siglo XXI son muchos más los presidentes que han dejado el poder, que los que se han aferrado al mando: Lula da Silva, Dilma Rousseff, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet, Tabaré Vázquez, José Mujica, Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Rafael Correa, Ollanta Humala, Fernando Lugo, Manuel Zelaya, Mauricio Funes y, más recientemente, Evo Morales. De hecho, la reelección indefinida sólo logró establecerse en tres países, Venezuela, Nicaragua y Bolivia, y en éste último, por lo visto, ya está descontinuada.
El gobierno perpetuo de una misma persona, en América Latina, tiene dos orígenes teóricos precisos: el caudillismo cesarista del siglo XIX y principios del XX, y el socialismo real cubano. Ni la Revolución Mexicana ni los populismos clásicos latinoamericanos —el varguismo o el peronismo— establecieron constitucionalmente la reelección indefinida. Hugo Chávez, su principal promotor a principios del siglo XXI, mezcló el cesarismo venezolano con el fidelismo cubano en una fórmula que hoy sólo defienden Nicolás Maduro y Daniel Ortega.