Lo presente pero ausente

larazondemexico

Duelos múltiples nos rondan estos días. Durante una situación inédita es imposible tener certezas para explicarla y encontrar así un poco de tranquilidad. Ni siquiera en el plano médico es transparente el comportamiento del virus. Lo que sí sabemos es que la vida nos cambió violentamente de un día para otro y que estamos atravesando un río muy grande, caudaloso, agotador, con la esperanza de llegar a la orilla tarde o temprano.

Mientras tanto, ensayamos nuevas rutinas para pautar los días. Quienes trabajan todo el día con videollamadas, describen un agotamiento nuevo, inusual. Una posible explicación es que la realidad de la existencia de los otros se ha convertido en virtualidad. Estamos presentes en la pantalla pero ausentes de cuerpo. Parece que estamos juntos —eso nos dice nuestra mente cuando entramos a una reunión o a una charla uno a uno por Zoom, Skype o Facetime—pero nuestros cuerpos no sienten la presencia del otros. Esto es lo agotador, porque es más fácil la ausencia total o la presencia real.

Pienso mucho en estos días en el cerebro de los adolescentes y jóvenes para quienes la virtualidad era ya la forma cotidiana de comunicación, pero que hoy de manera personal, puedo referir como un fenómeno extraño de soledad en compañía virtual. El cuerpo da muchísima información pero además procesa la energía de los otros, su estado anímico, sus gestos. Las plataformas de conexión son fantásticas pero ni de lejos nos parecemos en la pantalla a los que somos en persona. Es a ratos como ir a ciegas sin la presencia del cuerpo. No sentimos tanto y tampoco tenemos tanta imaginación para percibir al otro.

Quizá la palabra será lo más fidedigno y lo que más nos pueda acercar a los otros. Qué palabras están utilizando y cómo. Y preguntar si lo que han dicho lo hemos entendido bien o no. También tiene sus bondades según refieren algunos: las juntas de trabajo, álgidas en persona, se sienten menos hostiles y personales vía la pantalla. Es más fácil no engancharse en pleitos con el compañero que dijo algo agresivo, porque está allá, lejos, en su casa. Lo que para los encuentros de amistad o de amor se echa en falta, hace el trabajo más eficiente. Tal vez trabajar no vuelva a hacerse del mismo modo. Quizá tampoco será tan sencillo, cuando lleguemos a la orilla, rehabitar el espacio público sin un dejo de paranoia. Leo a muchos que no saben qué harán cuando por fin podamos salir al parque, al gimnasio o al restaurante. El miedo al contagio no se quita en automático. Es posible que no volvamos a darnos la mano ni a besarnos con toda la gente de la oficina o en una reunión donde no conocemos a todos. Los códigos de cercanía tal vez también cambiarán en adelante.

Luciano Lutereau, psicoanalista argentino, lo explica así: “Seguramente cuando esto termine se organizará un besazo, la maratón de abrazos, una orgía en una plaza y es posible que algunos vayan, pero pienso que los gestos actuados no reproducen la vida, sino que apenas señalan su falta (…) me pregunto cómo haremos para investir nuevamente ese mundo, si es que es posible”.

Cuando estemos por fin del otro lado del río, posiblemente seremos distintos y habremos aclarado cuáles son las presencias, los gestos y las acciones esenciales en nuestra vida.

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