Soy escritora. Antes, durante y después de la pandemia escribo, además de perpetrar actividades de difusión cultural. Para alimentar a mi prole, conformada por una adolescenta y una gata, el coronavirus me obliga a pensar en ocupaciones redituables, qué-sé-yo, promocionarme en YouTube como creadora de juegos verbales que brincan sabroso en la lengua, como esta jitanjáfora de Alfonso Reyes: “Vilichumbito de papagaya / lastirilinga de miñantay / trabuquilindo, lindo lindoli / la papagaya de muranday”. En caso de lograr algo así de chulo debería cobrarlo bien.
Hace un mes, mi mente asociaba la palabra Zoom con una marca de algodón del súper. Hoy sé que es una plataforma de videollamadas. Llevo una semana de conocerla y le he sacado harto provecho (es un decir): mientras me hacía pedicure logré un cierre virtual de edición del suplemento El Cultural; además, tuve sexo seguro con tres parejas. Al mismo tiempo. Que alguien cuestione mi adaptabilidad tecnológica. Se me ocurre una idea millonaria: convocar a mis contactos de Zoom para impartirles la conferencia “Olvida TikTok y adíctate a Daniel Sada”. Así, varios podríamos visualizar escenarios como estos, de la novela El lenguaje del juego: “Si hubiera mucha risa en este mundo… Si las caricaturas fueran reales… Si el sexo fuera un juego de verdad inocente… Si la muerte tan sólo un simulacro”. Imaginar paisajes así es todo lo que hoy quiero, más hartura de pancito y té de moras. Sigo buscando alternativas.
Una tercera opción es contar historias de las que se meten por los ojos o los oídos y terminan formando parte de quien eres. Julio Cortázar lo dijo bien: supongo que en las cavernas, madres y padres les contaban a sus hijos cuentos. Cuentos de bisontes, probablemente. Los relatos son parte de nuestro ADN como personas, porque imaginar otras vidas posibles ayuda a sobrellevar los puntos flacos de la que tenemos. Nos hace resilientes. Fui una niña solitaria pero a mis másomenos ocho años descubrí los libros. En concreto, conocí a Sherlock Holmes, me amisté con él y quise acompañarlo en cada desafío. Luego viajé al centro de la tierra, viví con Ana Frank, me puse cursi en las páginas de Corazón, quise ser Jo March, de Mujercitas. Antes de cumplir diez años, las palabras me subrayaban el brillo de charol en los ojos, hacían más disfrutables mañanas, noches y las horas intermedias. Tanto, que nunca he dejado de leer. Tanto, que me dedico a la literatura. Ahora mismo estoy teniendo una epifanía triunfal: mi oficio como escritora habrá de sostener a mi pequeña familia durante la pandemia. Faltaba más.
Me siento desbocadamente eufórica, aunque por algo me acuerdo de esto, atribuido a Artemus Ward: “Homero está muerto, Dante está muerto, Shakespeare está muerto y yo no me siento muy bien en estos días”.