Coronavirus y la oportunidad de los dictadores

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Cuando una crisis afectaba al Imperio Romano, existía la posibilidad de entregar todo el poder en manos de una persona, que tendría a su disposición todos los medios para decidir y actuar frente a la emergencia. Esta persona se denominaba “dictador”.

La figura de la dictadura no tenía las connotaciones negativas que hoy carga, por el contrario, una figura de un dictador ideal era, por ejemplo, la de Lucio Quincio Cincinato, un patricio romano que, ante una invasión extranjera, fue electo por el Senado como dictador para concentrar todo el poder y enfrentar a los atacantes. Lo notable de Cincinato fue que, una vez resuelta la crisis y pudiendo prolongar sus poderes hasta seis meses más, el dictador renunció inmediatamente al poder y regresó a dedicarse al cultivo de la tierra. Esto convirtió a Cincinato en una leyenda y ejemplo de honradez, integridad y virtud. Sin embargo, la dictadura dejaría de ser recordada con estas características con la llegada del último dictador romano: Julio César.

Una parte de cada historia sobrevive hoy en día en una gran cantidad de países: por un lado, múltiples constituciones reconocen la posibilidad de entregar poderes de emergencia temporales al gobierno para enfrentar una crisis; por el otro, la denominación de dictador ha quedado asociada a la de un gobernante que busca ejercer el poder absoluto y sin ningún tipo de restricciones.

La crisis del coronavirus ha llevado a la activación de los poderes de emergencia en múltiples latitudes. Desde España hasta Argentina, pasando por Estados Unidos o Corea del Sur, democráticamente se ha facultado la toma de decisiones extremas de manera temporal, lo que explica la posibilidad de poner en segundo término los derechos a la privacidad o a la libertad de tránsito de los ciudadanos. Sin embargo, en muchas latitudes los gobernantes están lejos de ser Cincinato.

Ayudados por el avance del Covid-19, múltiples políticos han visto una oportunidad de oro en la emergencia para avanzar en sus ambiciones personales y, montados en la emergencia, han encontrado cómo consolidar su poder. Dos ejemplos extraordinarios son Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, y Recep Tayyip Erdoğan, el presidente de Turquía.

Ambas naciones llevan ya un largo camino andado en el desmantelamiento de las instituciones que estorban a sus intereses y la captura de cualquier espacio de poder, como las legislaturas, los poderes judiciales o la prensa. Pero aprovechándose del coronavirus, Orbán ha recibido poderes extraordinarios por parte del Parlamento (que él controla), con la pequeña consideración de que éstos se otorgan de manera indefinida, hasta que el primer ministro considere necesario. Por su parte, Erdoğan ha aprobado una disposición legal que le permite encarcelar a quienes difundan noticias falsas sobre la pandemia, pero curiosamente está comenzando a aplicarse a cualquier disidente del gobierno que exprese críticas públicamente. La crisis del coronavirus no sólo ha desnudado a los países con falta de liderazgo, sino que se ha presentado como una oportunidad única para aquellos gobernantes con pulsiones no tan democráticas que buscan ejercer su voluntad sin límites.

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