Salvar el tiempo

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Más que nunca antes, tenemos tiempo. Podemos gastarlo, pasarlo, matarlo, incluso hacerlo, según expresiones de uso tan común que no nos detenemos a pensarlas. Y tal vez hacemos bien, porque pensar el tiempo es una actividad desafiante y literalmente desgastante. Si no nos preguntan qué es el tiempo, sabemos qué es, lo intuimos, lo sentimos (tal vez lo somos), pero si nos preguntan, no sabemos articularlo: así resumió San Agustín nuestra compleja relación con el tiempo. Ahora que, de manera inédita y asombrosa, gran parte del mundo se ha detenido, el enigma del tiempo adquiere mayor consistencia, y expresarlo así no es gratuito, pues ¿no es el tiempo la materia de que estamos hechos? El tiempo es un problema.

El tiempo es un problema, escribió Borges, “un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica”. Sus adjetivos llaman la atención: “tembloroso”, “vital”, como si el tiempo fuera un pez huidizo, inapresable. Y tal vez lo es. Un famoso poema de Wislawa Szymborska comienza así: “Cuando pronuncio la palabra futuro, / la primera sílaba pertenece ya al pasado”. Pensar el tiempo es usarlo, y más asombrosamente aun, serlo. La poesía es una de las redes más útiles para apresar, aunque sea fugazmente, la idea del tiempo, por ejemplo cuando Philip Larkin dice que el tiempo es el eco de un hacha en el bosque… No el hacha, ni siquiera el sonido que produce, sino su repetición resonando en el cosmos. Aquí el poeta intuyó algo que también sintió Paul Valéry cuando anotó en un cuaderno: “El tiempo, lo conocemos sólo por contraste”. No podemos decir qué es, pero podemos contrastarlo, parcelarlo, medirlo. Y la unidad de medida del tiempo es tan fugitiva (y tan poética) que incluso parece negar a la duración misma. Me refiero al instante, del cual el filósofo francés Gaston Bachelard se enamoró y le dedicó un bello libro, La intuición del instante, en donde dice: “El átomo sólo existe en el momento en que cambia. Si se agrega que ese cambio se opera bruscamente, se es proclive a admitir que toda la realidad se condensa en el instante”. Y el instante no dura nada. Vaya aseveración: nuestra realidad se hace deshaciéndose. Las intuiciones de Bachelard son provocaciones que agradecemos: el tiempo es creativo, constantemente se inventa. “Lo posible es una tentación que la realidad siempre acaba por aceptar”. Y esto: “El porvenir no es lo que viene hacia nosotros, sino aquello hacia lo cual vamos”. Con esas ideas en mente, ¿cómo atrevernos a perder el tiempo, o a matarlo? Thoureau escribió famosamente: “No se puede matar el tiempo sin herir a la eternidad”.

Pero… “se puede convertir en una vocación perder el tiempo para salvarlo”, como escribió la poeta Tedi López Mills en ocasión de esta cuarentena, que nos obliga a redefinir nuestra idea y uso del tiempo. En estos días, la utilidad y la producción empiezan a parecer viejos ídolos, y el sólo hecho de detenernos masivamente está siendo una lección que aún no es hora de interpretar, pero que ojalá deje una marca en nuestras sociedades: podemos desacelerar, cambiar ligeramente el paradigma, dejar de ser los peones del tiempo.

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