Fuimos violentamente forzados a detener el ritmo habitual de nuestra vida. Nos vimos obligados a vivir de otro modo, a bajar la velocidad. Nos detuvimos, nos encerramos y lentamente nos resignamos a cambiar las prioridades y todo aquello que solíamos considerar esencial.
En el plano social, sabemos que la conducta abusiva contra mujeres, ancianos y niños bajo la presión del confinamiento, de la falta de trabajo, alimento y futuro, aumentó en varios países. Es imposible no pensar en los abusos cometidos en la casa, que para muchos es el lugar más peligroso de la Tierra. Algunas parejas o familias son más horribles y contaminantes que el nuevo virus.
Es incierto si la conciencia global perdurará o no. Me gusta pensar que podemos construir algo diferente y nunca más volver a la normalidad violenta, egoísta, irreflexiva y de consumo frenético. Han aparecido nuevas necesidades, esperanzas y preocupaciones. Estamos inventando con éxito relativo nuevos modos de estar juntos. Los pequeños logros de cada día merecen una pequeña celebración interior.
El trauma del encierro, del miedo al contagio y a la muerte, tiene efectos distintos en cada persona, aunque hay algunos que son colectivos: insomnio, pesadillas, hambre emocional, aumento en el consumo de sustancias, mal humor, depresión, angustia por incertidumbre y sentirse perseguidos por la enfermedad, con la aparición de síntomas psicosomáticos.
Lo último que necesitamos es el optimismo sentimentaloide, detonado por la inmensa felicidad de ver a una ballena nadando en una playa habitualmente atestada de turistas. Los que salen de casa cuando podrían quedarse son golpe de realidad. Los que amenazan y maltratan a los profesionales de la salud también. No todos cambiarán para mejor. La desigualdad y el egoísmo también se amplifica en estos días raros y difíciles.
¿Cuáles son los rasgos de nuestra personalidad que odiamos y que estaban ocultos en la actividad laboral, académica, social o deportiva frenética, que tal vez no era gozo sino huida? ¿Cómo se huye del sí mismo en reclusión? ¿De una relación amorosa moribunda? ¿De la falta de solidaridad o límites o armonía familiar?
No es momento de grandes decisiones pero sí de reflexionar, aunque no sumándole drama a la tragedia. Habría que tomar distancia y perspectiva de nuestra pequeña vida, quizá demasiado aburguesada, demasiado cómoda, poco significativa, tal vez una estúpida vida llena de sinsentido y de prisa por llegar a ninguna parte. La pérdida de vidas humanas es lo único auténticamente trágico. Lo siguiente más trágico sería que después de lo vivido, volvamos a una vida mediocre en la que no existen los otros más que como escenografía de nuestro egoísmo.
El psicoanalista británico Christopher Bollas, describió una condición: ser anormalmente normal, al adaptarse en exceso al status quo sin poder imaginar una realidad distinta. El Covid-19 no terminará con el individualismo, si no somos radicales para luchar contra el regreso a la normalidad previrus. Eso significará una batalla política enorme (lo personal es político).
Describir la pandemia con la palabra Apocalipsis y casi disfrutarlo, exhibe tendencias masoquistas de aquellos listos para el castigo. La idea del fin del mundo es un obstáculo para la esperanza, pero buscar siempre el lado positivo de la vida es esperanza frívola.
Dice Andrew Samuels que la esperanza se construye arriesgándose. La gente joven, menor de 50, tendrá la responsabilidad de reconstruir sus países. La guerra que el mundo enfrenta es la guerra de los jóvenes. Winston Churchill afirmó que la valentía es la virtud que garantiza todas las otras virtudes. Valentia es lo que hay que aprender, desarrollar y construir durante estos días.