Un hecho muy significativo pero que poco se comenta, es la censura que existe en Estados Unidos sobre diversas películas que abordan temas moralmente incómodos. No es una censura oficial ni abierta, pero se da de facto al restringir su exhibición a un puñado de salas, normalmente en Nueva York y Los Ángeles. Es amplia la lista de filmes que en los últimos años han padecido una limitadísima distribución, no porque manejaran sexo explícito sino por su temática de comportamiento antiético de los personajes.
Recordemos, tan sólo en la última década, Adore, con Naomi Watts y Robin Wright, en la que cada una de ellas mantiene relaciones con los hijos de la otra; Secreto prohibido (Trust) sobre una niña que cae víctima de un pederasta en la red; La amante de mi padre (The only living boy in New York), en la que Kate Beckinsale se acostaba con el hijo de su amante (Pierce Brosnan), o Lovelace, donde Amanda Seyfried interpretaba a la famosa actriz Linda Lovelace, estrella de la emblemática película porno Garganta profunda. Igual sucede en el caso de los filmes sobre crímenes cometidos por enfermos mentales como El asesinato de la familia Bolton (Lizzie), historia real del siglo XIX, en la que Chloe Sevigny mataba a sus padres, o la versión fílmica de la monumental novela de Philip Groth, Pastorela americana, dirigida y estelarizada por Ewan MacGregor, donde la hija de una familia modelo estadunidense se convierte en terrorista. También fue restringido un filme tan importante y de sobradas cualidades como Corazón borrado (Boy erased) con Nicole Kidman, Russell Crowe y Lucas Hedges, relevante historia real sobre las terapias anti gay que llevan a cabo en varios estados del país grupos de religiosos.
Lo revelador es que ninguna de estas películas caía en exceso de sexo o violencia. Los espectadores merecían la oportunidad de juzgarlas por sí mismos. Lo anterior se deriva de la postura puritana que se ha ido extendiendo en Estados Unidos a partir del gobierno de Ronald Reagan en los 80 y que incluso ha invadido el campo científico, con una corriente que niega la teoría de la evolución de Darwin.
Esta postura hace prácticamente imposible que actualmente se pudieran realizar filmes que tuvieron gran eco 50 o 60 años atrás. Pienso por ejemplo en Lolita en la que Stanley Kubrick adaptó con brillantez la enorme novela de Vladimir Nabokov; la espléndida Manhattan, en la que Woody Allen (que también la dirigió) tenía una relación abierta con una joven de 17 años (Mariel Hemingway), y mucho menos Pretty baby del prestigiado cineasta francés Louis Malle, sobre un burdel en Nueva Orleans de principios del siglo XX en el que se subastaba la virginidad de una niña, que interpretaba Brooke Shields, de entonces 13 años. Ninguna tendría ahora una distribución normal. Hay un aire de intolerancia, acrecentada por esta época incendiaria de redes sociales.