No creo que los veinte dedos del cuerpo sean extensiones inocuas, ni que dejemos de aprender jamás de la sofisticación de una mano, de su articulación, de su pulgar oponible, de su fuerza y delicadeza. La mano es la vanguardia de los sentidos, la que primero hace contacto tras los avisos del oído, de la vista, del olfato. Y no sólo tomamos las cosas utilitariamente, también exploramos, provocamos, nos detenemos en una rugosidad, en otra piel. Pies y manos, locomoción y sondas, herramientas para estar en el mundo e interrogarlo.
Y la mano, por mil razones y reflejos, va a la cara, es imantada por ella, no puede un dedo no buscar al ojo, a la nariz, al oído, a la boca. El movimiento es tan natural que parece trascender a la voluntad y ocurrir cientos de veces al día. La mano en la boca, y cómo no, sabor y tacto fundiéndose, cumpliendo su función en un momento extático que apenas percibimos. La mano quiere participar del rostro, de esa sonda hipersensible que registra al mundo en sus millones de pliegues y texturas.
El saludo, y las manifestaciones de amor y deseo, no deberían dejar de ser el ritual de exploración y reconocimiento que son. Tantas veces los damos por dados, en automático, desdeñando las dinámicas del cuerpo y sus sentidos. El abrazo es una posesión fugaz pero también una entrega, un elocuente nudo humano que habla por nosotros. Y el beso es un regreso a la más primigenia oralidad: se puede apagar todo menos la luz del beso y por ello cerramos los ojos al hacerlo, para sentir mejor.
Hoy, en días que parecen ser de ciencia ficción, estamos obligados a la cerrazón. Los países se afianzan en sus supuestas soberanías, se levantan muros reales y virtuales, nos atrincheramos bajo un inverosímil mandato: no salgas de casa. Y esa política se traslada al cuerpo, dejamos de tocarnos, nos imponemos la distancia, nos enfundamos unos guantes y le imponemos al rostro una terrible mascarilla. Y así debe ser, ni modo, no hay mejor defensa contra la pandemia que alejarnos de nosotros mismos y tapiarnos. El imperio de los sentidos ha recibido un golpe durísimo.
¿Y cuando esto termine y salgamos de nuestras casas? La vuelta al contacto tendrá que ser gradual, y seremos cautos, aunque ya se advierten en un horizonte lejano las grandes fiestas de reconciliación con nuestros cuerpos, los carnavales de besos. Entre ambos extremos de asepsia y orgía tendríamos que revalorizar esto que somos como organismo, como cuerpo individual, “como espacio vivo y como entramado de poder, como centro de producción y consumo de energía”, según lo ha escrito Paul B. Preciado. La política empieza en el cuerpo, y lo que hagamos con él nos definirá para las próximas décadas.
En el peor de los escenarios, viviremos con una mascarilla virtual una vida prostética y temerosa del otro: seremos los nacionalistas de nosotros mismos. En el mejor, volveremos a darle la mano a un amigo y ese gesto no será un simple acto reflejo sino una afirmación. Y volveremos a besarnos, no sólo con los ojos cerrados sino con los teléfonos apagados, porque esa desconexión, la digital (también gradual, no exageremos), será la resistencia que nos enseñe a acercarnos una vez más, a tocarnos, a reconocernos.