En el cuento más conocido y citado de Julio Cortázar, “Casa tomada”, una pareja de hermanos vive en una casona antigua de Buenos Aires y se dedica a mantener una rutina resignada y tal vez feliz. Ambos han rechazado otras opciones de vida, matrimonios, y se concentran en el mantenimiento y limpieza de la casa, que les queda grande y que guarda su linaje y tradición. Ella teje todo el tiempo, como Penélope; él lee novelas francesas, como Julio Cortázar. El tiempo pasa.
Un día, un ruido imposible de ubicar, sordo, indistinguible, los obliga a clausurar una parte de la casa y replegarse a la otra mitad. Se adaptan a su nueva circunstancia. “Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar”, dice el hermano, quien narra la historia. Poco después, una nueva serie de ruidos amenazantes, que ambos escuchan, los expulsa definitivamente de la casa. Salen, y él tira las llaves a la alcantarilla. No se nos explica nada en ese texto breve y magistral. A Cortázar le bastan unos pocos trazos para establecer un hábito, una forma de vida, y apenas unas líneas para desmontarlo con una presencia amenazante e invisible. El absoluto acatamiento de los hermanos ante ese giro del destino queda para nuestra interpretación: la conformidad con que abandonan la casa y la certeza de que ha sido “tomada”.
La pandemia que vivimos parecería una casa tomada pero al revés: una amenaza, invisible al ojo, nos ha confinado gradualmente en nuestras casas, nos ha replegado. Uno quisiera poder decir, como aquel protagonista, que estamos bien, que poco a poco empezamos a no pensar, pero el negativo exacto de aquel cuento es el exceso de información y el overthinking. Y cuando algo es demasiado, comienza a parecerse a la nada (si todo es verosímil, todo es falsificable): la confusión que provoca el alud de datos coquetea con la ignorancia. La señora de las tortillas, que debe tener cien años, me preguntó el otro día con genuina curiosidad: “¿De veras existe el virus?” Me hubiera gustado ver mi propia escena de lejos: ella, como si no pasara nada, dándole al nixtamal; yo, vestido como astronauta, intentando desgranar el concepto de pandemia. No sé si la convencí de que el virus es real, no una abstracción o una fascinante conspiración global, y no sé si le quedó claro que tal vez nos salve el hecho de quedarnos en casa (como si aventáramos las llaves que abren nuestras puertas hacia afuera). En la ficción, el movimiento es centrífugo, y en la realidad, centrípeto, de reclusión domiciliaria, pero en ambos el cambio es igual de radical, de abandono de una forma de vida. Si pudiéramos ampliar ese reflejo que producen ficción y realidad, tendríamos que preguntarnos cómo le fue a los hermanos una vez que salieron para siempre de la casa, a ver qué pistas pudiera darnos la literatura para habitar nuestra mal llamada “nueva normalidad”.
Unas líneas perdidas en un libro olvidado del propio escritor argentino dicen: “Fue un tiempo en que la naturaleza imitó más que nunca al arte”. Ese tiempo se parece al nuestro, súbitamente enrarecido, distópico, como si nuestra realidad hubiera vivido un quiebre tal, que pasamos en un instante de la rutina a la fuga, como si protagonizáramos un cuento de Cortázar.