El Covid-19 abrió, por un momento, un escenario normativo, aparentemente suspensivo y revisionista, en el ámbito político global. Uno donde los actores buscarían redefinir, puntual y responsablemente, sus reglas de juego. El foco de gobiernos y ciudadanos estaría puesto en la gestión de la pandemia: suspensión temporal de grandes reformas, de elecciones complejas, de manifestaciones masivas, de olas de represión. Tregua forzada por la sobrevivencia colectiva. Biopolítica y gobernanza democráticas del riesgo. ¿Han estado los gobiernos a la altura del encargo? Es difícil responder, de modo positivo, a esa pregunta.
En ese contexto radicalmente nuevo, lo racional sería —sanitariamente hablando— que todos los actores, sin cambiar su naturaleza y objetivos últimos, suspendiesen sus demandas maximalistas y revisasen los protocolos normales. Que en democracia se reduzca el golpeteo politiquero sin sustancia, que el oficialismo actúe con responsabilidad transparente y que la oposición sea vigilante pero constructiva. Hay ejemplos, desde Nueva Zelanda a Portugal. Lamentablemente, los populistas están aprovechando la crisis para acumular poder y prestigio ante sus bases; lo que puede radicalizar aún más la polarización vigente, enardecer a sus oponentes y afectar el funcionamiento institucional. Hay malos ejemplos también, desde El Salvador a Polonia. Sin olvidar el paradigmático caso de EU.
En el caso de EU, desde principios de enero, el Consejo de Seguridad Nacional recibió información sobre los riesgos de expansión inmediata de la pandemia. Éstas se sumaban a alertas muy anteriores —de 2018— sobre el laboratorio de investigaciones en Wuhan y deficiencias de contención que, a la postre, pudieron detonar el contagio. En las más recientes llamadas de atención, se sugirieron políticas de enfrentamiento, basadas en el distanciamiento social, el testeo masivo y la interrupción de labores. Especialistas destacados, como el Dr. Anthony Fauci, validaron la gravedad de la situación. La administración Trump calificó esas alertas como “alarmismo”; recién en marzo aplicó las sugerencias de sus expertos.
Pero lo más irresponsable —desde su propia y desmentida narrativa epidemiológica, aunque afín a su naturaleza arbitraria— es lo que están haciendo hoy autocracias. Hay razzias y censura por doquier. Técnicamente injustificables con el argumento de enfrentar a la pandemia. Ya no basta con la opacidad estructural del Estado chino, que amplificó el alcance del contagio al reprimir las voces de alerta que se alzaron en las etapas tempranas del virus. En Hong Kong van contra los activistas demócratas, en Cuba asedian a periodistas independientes, en Argelia cierran medios críticos, en Egipto el dictador acumula más poderes. La lista espanta y sigue.
Lo anterior demuestra que quienes hoy violentan y manipulan políticamente la cuarentena son, en democracia, de un modo más limitado, los populistas. Fuera de ellos, de forma desenfrenada, los autócratas de distinto pelaje. El populismo, mal síntoma de la democracia y el autoritarismo, pilar de las tiranías, aprovecha la coyuntura para erosionar los derechos. Cualquier resultado de esas acciones, que genere respuesta ciudadana y empeoramiento de las condiciones sanitarias, irá a su cuenta. Tal proceder, contrario a las buenas prácticas sugeridas por organizaciones internacionales1 , no es una consecuencia natural de la pandemia, sino la elección deliberada de una biopolítica del control despótico y la gobernanza autoritaria.