Soledades

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Foto: larazondemexico

La soledad, el confinamiento y la distancia no pueden haber sorprendido a quien se dedica a escribir: son condiciones que se necesitan y procuran, casi como una cuarentena requerida para, paradójicamente, representar las cosas de este mundo desde el margen. Hay que vivir, y luego replegarse. La soledad del escritor es autoimpuesta y en ella resuenan muchas voces, pulsa la “ansiedad de la influencia”, se manifiesta el lenguaje y los libros hablan. Nadie ha descrito mejor esa circunstancia que Quevedo, en un soneto famoso que comienza: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos, libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. Siempre que haya un libro a la mano, la soledad es sólo aparente, es una paz deseada y bien conocida por quien escribe.

El hecho novedoso es que hoy el mundo también se ha detenido, no sólo quien da testimonio de él, y en esta quietud el tiempo ha asentado sus reales (ha acampado su ejército), poco se mueve, un flamante espesor se respira en el aire, las tres de la mañana nos saluda sin urgencia... El otro hecho novedoso, que no pudo concebir Quevedo, es que en la paz de estos desiertos vibra la hiperconexión: si los libros impedían una verdadera soledad, las redes sociales la saturan y confunden, al grado de que en muchos casos quien escribe las usa como un eco o las procura como un aplauso. El autor como simulacro de sí mismo: no está, pero sí está, está solo en su estudio pero muy al pendiente de su persona virtual y su autopromoción.

De por sí, uno es ya una multitud, pero no nos bastamos, requerimos que certifiquen y aprueben nuestra existencia. Ya Persio, el poeta latino, se preguntaba hace dos mil años: “¿Hasta este extremo tu saber no vale /si otro no sabe que lo sabes?” Nada más contrario al retiro que la ambición. Esto lo supo bien Montaigne, al decir que quienes trabajan para el reconocimiento desde la soledad “sólo tienen los brazos y las piernas fuera de la multitud […] Se han echado atrás sólo para saltar mejor, y para, con un movimiento más fuerte, penetrar más vivamente en la muchedumbre. ¿Queréis ver cómo se quedan cortos por un pelo?” El primer lector es uno, y me parece que debería percibirse como el único, sin concesiones. Séneca cuenta (sigo a Montaigne) de uno al que le preguntaron por qué se esforzaba tanto en un arte que era minoritario, a lo que respondió: “Me basta con pocos, me basta con uno, me basta con ninguno”. Esto me recuerda a Valéry, quien decía que prefería ser bien leído por una persona que mal por muchas, y a Borges, quien, cuando se enteró de que uno de sus primeros libros había vendido 32 ejemplares, pensó que esa gente era cuantificable, con rostro: “Vamos, que si uno vende dos mil ejemplares es lo mismo que si no hubiera vendido nada en absoluto, porque dos mil es demasiado, quiero decir para que la imaginación lo capte… Quizá diecisiete hubiera sido mejor, o incluso siete”.

Nuestra soledad es relativa, pero nuestro éxito también. El ejército del tiempo está acampando, y la terrible coyuntura puede aprovecharse para que aprendamos a discernir, a medirnos, a bastarnos.

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