Felicidad por decreto

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Aristóteles sostuvo que la felicidad es la finalidad de la vida humana. Sin embargo, todavía no nos acaba de quedar claro qué es la felicidad. ¿Es lo mismo que la alegría? ¿O el placer? ¿O la satisfacción? Hay tanta confusión que no falta quien le reproche a uno que debería ser feliz con lo que tiene. Es decir, que si uno pensara bien las cosas, tendría que darse cuenta de que es feliz, a pesar de estar convencido de que no lo es.

El 17 de enero de 1935, el Secretario General del Partido Comunista Soviético, Iósif Stalin, dio un discurso memorable frente a una asamblea de trabajadores. En el momento cumbre de su alocución, Stalin dijo: “La vida se ha vuelto mejor, camaradas. La vida se ha vuelto más alegre. Y cuando la vida se vuelve más alegre, el trabajo se vuelve más efectivo”. Los asistentes a la asamblea aplaudieron rabiosamente para demostrar que Stalin estaba en lo cierto. ¡La vida se había vuelto mejor! ¡La vida se había vuelto más alegre! Sin embargo, cuando millones de soviéticos leyeron esas palabras en los diarios comprendieron exactamente su significado tenebroso.

En enero de 1935, la situación de los soviéticos no era la mejor. Entre 1932 y 1933, habían muerto de hambre millones de ucranianos como resultado de las medidas de colectivización impuestas por el régimen. En 1933, casi 400,000 personas fueron

expulsadas del Partido Comunista, quedando señalados como posibles traidores. En 1935, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, la temible NKDV, comenzó un proceso de persecución en contra de cualquier ciudadano soviético sospechoso de tener alguna diferencia, por mínima que fuera, con la línea del líder absoluto de la Unión Soviética. Miles de personas fueron asesinadas, arrestadas, enviadas a prisiones o exiliadas. Para decirlo en pocas palabras, para la enorme mayoría de los soviéticos la vida no se había vuelto mejor. Sin embargo, después de la declaración de Stalin, los soviéticos sabían que estaban obligados a fingir que estaban más alegres que nunca.

Stalin pensaba que los ciudadanos de la Unión Soviética no tenían de que quejarse. Si comían menos que antes, estaban mejor, porque ya no eran esclavos de los capitalistas. Si trabajaban más antes, estaban mejor, porque eran dueños de los medios de producción. Si eran más pobres que antes, estaban mejor, porque ya no eran explotados. Si se los enviaban a las cárceles, estaban mejor, porque eran las cárceles del pueblo y no de la oligarquía. Todo era mejor porque el sistema comunista había abolido todas las causas remediables de la infelicidad humana.

La tristeza se volvió anti-revolucionaria, los lamentos se convirtieron en subversivos, la melancolía se tornó en traición.

Así como hay un llanto feliz hay una risa triste. La risa de los soviéticos fue la más triste. No hay peor dictadura que la que pretende mandar en nuestros sentimientos.

Los artistas se vieron obligados a retratar la nueva época de felicidad, prosperidad y abundancia. El arte socialista tenía que ser optimista, enaltecedor, alegre.

En su Quinta sinfonía —estrenada en noviembre de 1937— Dimitri Shostakovich, el músico soviético más importante del momento, compuso una obra en la que, por momentos, plasmó esa sensación de felicidad impuesta por Stalin. La obra fue aplaudida por la crítica oficial, a diferencia de obras previas del compositor, que habían sido acusadas de ser pesimistas, formalistas y burguesas. Sin embargo, el público más enterado entendió que en la composición de Stalin se adivinaba un subtexto que expresaba, de manera dramática, la terrible sensación inconfesable de la risa triste. En el trasfondo del tercer movimiento, entretejido de manera sutil con un ambiente reflexivo, hay un sordo lamento; y en el cuarto movimiento, supuestamente triunfal, hay una amarga ironía recubierta por el estruendo de los metales y timbales.

La vida de Shostakovich fue una lucha permanente contra el poder arbitrario del régimen soviético. Eso no quiere decir que él fuera un enemigo de la revolución socialista. Nunca dejó su patria, a la que amaba por encima de todo, pero jamás aceptó que la tiranía pasara por encima de su libertad creadora. Este es el mensaje, en particular, de su Décima sinfonía. La música de Shostakovich sigue siendo, hoy en día, una lección de libertad y de esperanza.

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