Una amiga me contó, con la dramatización que la pandemia ha impuesto a nuestra narrativa, que ya casi no se acuerda de su vida pasada, y que tal vez no quiere acordarse. Me confesó un sentimiento de culpa (que comparto) por estársela pasando bien en su paréntesis personal, afuera del discurso del horror.
Nos preguntamos en qué habíamos gastado el tiempo antes, el dinero, la paz mental. Después me escuché diciéndole algo verosímil y triste: que vamos a regresar a nuestra vieja normalidad, que si algo nos ha enseñado la historia es que no aprendemos nada de la historia. Nos comprometimos a valorar las lecciones de este raro, y en muchos casos fascinante, limbo. El tiempo, por ejemplo, perdió la matriz, la cuadrícula que le impusimos y adquirió una consistencia nueva, una textura que se nos ofrece no tanto para estudiarla como para ser con ella, con él: ser tiempo. Ian McEwan cuenta que se puso a leer poemas a las tres de la mañana: “¿Qué más daba? Estamos viviendo fuera del tiempo”. Pero no fuera del tiempo sino de nuestra contabilidad: ahora que todos estamos encerrados, curiosamente salimos del registro, rompimos el molde y nos descubrimos con una libertad intimidante, sin orillas, abierta como una incógnita o como una respuesta cuya pregunta ignoramos. Parece que vivimos dentro de un koan.
El día y la noche, la vigilia y el sueño son los marcadores originales del tiempo, pero en estos días, en que una epidemia colateral de insomnio parece haberse impuesto, se ha difuminado esa pauta y nos sorprendemos atónitos y lúcidos a las cinco de la mañana. O estamos más despiertos o ingresamos a una prolongada ensoñación. “Como si la vida fuese ese estar sumido en el sueño que ha menester para su mantenimiento el despertar”, dice María Zambrano. Qué extraño es todo. Yo a veces siento que mi yo del futuro me está recordando y que estas semanas (pero sobre todo este instante) son ya un recuerdo, un tiempo recuperándose en el porvenir, y eso me parece muy bien porque combato el olvido desde lo único que tengo, que es el día de hoy. No quiero salir de la cuarentena al mundo de las prepotentes distracciones y darme cuenta de que se me escapó este sentimiento para siempre, esta conciencia de ser y estar sin la tiranía de un para qué, de un cuándo. Quiero llevar conmigo, al salir, esta esbeltez que puede prescindir de tantos fardos, cosas, preocupaciones y grasas añadidas, y proteger esa versión del tiempo que en la pandemia se desnudó para nosotros. Es curioso ya estar interpretando esta etapa con la nostalgia que será, como la inminencia del final de una regalada infancia. No ignoro el horror que me rodea ni a la gente que está en las trincheras salvándome la vida, al contrario: quiero desgranar cada minuto para no recibir la ofrenda con desdén, aprender, no distraerme ni olvidar. Quiero hacer algo al respecto pero no sé exactamente qué.
Un tiempo sin orillas… Me acuerdo del famoso koan: “No comienza, no termina, ¿qué es?” Abandonamos a la fuerza nuestra obsesión por consumir, por producir, por tener y llegar. Algo tendríamos que aprender de este fugaz estado, no es improbable que algo o alguien nos esté queriendo decir algo… ¿Qué será?