Pone un casete en la grabadora, oprime Record y empieza a desgranar una enumeración caótica de motivos por los que vale la pena respirar: Frank Sinatra y Groucho Marx, el segundo movimiento de la Sinfonía 41 de Mozart, La educación sentimental de Gustave Flaubert, el cangrejo de equis restaurante, las manzanas y peras de Cézanne y la cara de su novia, por citar algunos.
Me gustan las listas, es decir, las mujeres listas y los repertorios bien pensados, que parecen hechos al tun-tun pero en los que alguien puso inteligencia. Esta que cito pertenece a una escena de Manhattan, de Woody Allen; me encanta porque visita los sentidos, las particularidades. El neoyorquino sabe que una vaguedad como “amo la música clásica” queda gris, pero hablar de tal sinfonía me involucra, hace que la oiga en mi cabeza. O la guglee.
En otro registro, Roland Barthes garabatea una relación desmadejada de lo que le gusta: la canela, el olor del heno segado (“quisiera que una nariz fabricase un perfume así”, apunta), la cerveza especialmente helada, caminar con sandalias y de tarde por las veredas del suroeste francés, el recodo que forma el río Adur visto desde casa del doctor L., entre otras.
En estos días creí que estaba en riesgo alguien indispensable para mí y eso me remeció más la conciencia sobre los cinco minutos que dura nuestro paso por acá. Así, a partir de Allen y Barthes se me antoja ensayar un inventario personal de gestos que me atrincheran sobre el planeta, que no prolongan mi vida, pero sin duda la ensanchan. Me explican de cuerpo entero. Recupero algunos: leer bajo el cielo de Tepoztlán, un beso de él a destiempo, Clarice Lispector, la pintura de Jan Van Eyck, mi árbol de infancia y mi padre de ídem, escribir por la noche, el yoga, reconocerme texturas en otro país, Nina Simone, abrazar recio a mi gente, un mango maduro, el petricor, las Gymnopedias de Satie, losa gatos, la poesía de Wisława Szymborska y sobre todo, antes de todo, las músicas que me despierta entre venas quien vive conmigo. La precaria o bastante solidez de mi día a día depende de instantáneas como esas. Cada una de las piezas, sea minúscula o grande, importa igual en el rompecabezas que soy. Sin una sola de ellas, mi imagen queda trunca.
Como noto que me asusta muchísimo más la muerte de mi gente necesaria que la mía propia, vuelvo al recuento que me afirma los pies sobre la duela y digo como César Vallejo: “Hoy me gusta la vida mucho menos, / pero siempre me gusta vivir: ya lo decía”, aunque a veces afirmo igual que Woody Allen: “No me da miedo morir, solamente no quiero estar ahí cuando llegue la hora”.