En pleno siglo XXI, los campos de concentración siguen existiendo. Más de un millón de personas hoy se encuentran recluidas en campos en los que son sometidos a trabajos forzosos, violaciones de sus derechos humanos, esterilizaciones y torturas psicológicas para que olviden su religión e identidad. Se trata de los campos de “reeducación” que China ha construido para los miembros de la comunidad Uighur, un grupo musulmán que se concentra en la región noroeste de Xinjiang.
Al menos desde 2017 diversos medios internacionales han documentado la construcción y operación de diversos campos de concentración en los que las autoridades chinas comenzaron a trasladar a miles de personas que, sin que existiera ningún proceso judicial en su contra, eran retenidos de manera forzosa para someterlos a un proceso de adoctrinamiento, trabajo prácticamente en condiciones de esclavitud y abuso psicológico para obligarlos a renunciar a su fe, su idioma y cultura para convertirse en “ciudadanos modelo”, obedientes y dóciles ante la autoridad china.
Diversos documentos filtrados a la prensa internacional han dado cuenta de la operación de Estado creada para trasladar a más de un millón de personas a estos centros bajo la justificación de que se trata de un programa de capacitación laboral y educación gratuita para las personas Uighur, pero cuya orientación real es la de someter y neutralizar a una comunidad étnica y religiosa diferente a la que mayoritariamente habita en China. En el fondo, no existe ninguna diferencia entre esta focalización y la que en otra época se desató contra la población judía en Europa.
Paradójicamente, la comunidad internacional ha sido muy cautelosa en levantar la voz ante esta situación. El ascenso en el poder económico y político de China ha ido de la mano con una conveniente autocensura en la que se prefiere voltear a otro lado y dejar pasar las flagrantes violaciones a los derechos humanos que están sucediendo en estos campos de concentración, a cambio de mantener buenas relaciones con el gigante asiático. Sólo en algunas ocasiones aisladas los hechos han sido denunciados.
Por ejemplo, la semana pasada el embajador de China en Reino Unido fue sometido a una dura entrevista en la BBC, en la que se le presentó un video grabado desde un dron en el cual se observa a un grupo de prisioneros Uighur siendo trasladados con los ojos vendados y las cabezas afeitadas. Igualmente, a principios de este mes Estados Unidos impuso sanciones contra tres oficiales del Partido Comunista Chino involucrados con la operación de los campos de concentración. Pero éstas son las únicas acciones que, en el fondo, han tenido pocos o nulos resultados para ejercer una presión real sobre este problema. Ante el temor de enemistarse con un actor internacional que cada día adquiere más y más poder, muchas naciones del mundo y corporaciones han olvidado los valores mínimos que en algún momento dijeron defender, dejando la cancha libre para éstos y otros abusos que hoy parecen una preocupación remota o ajena, pero que, en la medida que la influencia china sea más y más grande, podrían poner en entredicho nuestras concepciones de lo que es aceptable y lo que no. No es posible seguir callando.
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