La esencia del macartismo

APUNTES DE LA ALDEA GLOBAL

Donald Trump, durante la Convención Nacional del Partido Republicano, el jueves pasado. Foto: AP

Durante toda esta semana hemos escuchado en la Convención Nacional del Partido Republicano, en Estados Unidos, la reiterada acusación de que Joe Biden, Kamala Harris y los demócratas llevarán a esa nación al comunismo, si llegan a la Casa Blanca. El anticomunismo de la derecha estadounidense logró remontar la caída del Muro de Berlín y el cambio de siglo. Pero nunca antes, desde 1989, esa anacrónica tendencia ideológica había sido tan fuerte.

El trumpismo ha reavivado el anticomunismo en Estados Unidos. Lo escuchamos en todo tipo de oradores esta semana: lo mismo en políticos profesionales como la exembajadora en la ONU Nikki Haley o el Vicepresidente Mike Pence, en los hijos de Donald Trump o en empresarios y políticos cubanoamericanos como Máximo Álvarez y Jeanette Núñez. Unos y otros usaron indistintamente los términos “socialismo”, “marxismo” y “comunismo”, pero cuando aludían al primero o al segundo tenían en mente el tercero.

Esa confusión entre socialismo y comunismo está muy difundida en la derecha conservadora de Estados Unidos. Su explicación es histórica y tiene que ver con la debilidad de las organizaciones socialistas en ese país, donde la izquierda ha sido tradicionalmente hegemonizada por el liberalismo del Partido Demócrata. Pero el equívoco o, mejor dicho, la deliberada identificación de la socialdemocracia o el socialismo democrático con el comunismo encuentra su origen en el fenómeno macartista.

No sólo en los años 50, cuando Joseph McCarthy armó sus cacerías de brujas, sino durante tres décadas, los 60, los 70 y los 80, el anticomunismo dio forma a una doctrina de la seguridad nacional que justificaba la represión de cualquier movimiento de izquierda porque eventualmente podía derivar en el comunismo. Esa doctrina, como es sabido, se trasladó a la política exterior de Estados Unidos, que en América Latina causó estragos con el apoyo a golpes de Estado como los que derrocaron a Jacobo Arbenz en Guatemala, a Joao Goulart en Brasil y a Salvador Allende en Chile, o a dictaduras militares como las suramericanas, las andinas y las centroamericanas.

La esencia del macartismo es, por tanto, la descalificación y, en el peor de los casos, la neutralización de cualquier modalidad de izquierda con el subterfugio de que irremediablemente conducirá al comunismo. Ese comunismo que propiciaría la izquierda no es otro que el llamado “socialismo real” de Iósif Stalin en la Unión Soviética y los países de Europa del Este después de la Segunda Guerra Mundial.

El comunismo es, según la tradición macartista que ahora revive Trump, una versión del mal político en la que se confunden liberales y populistas, socialdemócratas y anarquistas. Todas las corrientes del Partido Demócrata, desde el socialismo democrático de Bernie Sanders, Elizabeth Warren o Alexandria Ocasio-Cortez hasta el liberalismo moderado de Kamala Harris, Beto O’Rourke o Joe Biden, son comunistas según el nuevo macartismo.

Nunca, ni siquiera en los tiempos de McCarthy, se llegó al extremo de englobar todo el liberalismo en el comunismo. La diferencia reside en que en aquellos años de la Guerra Fría, cuando existían la URSS y el bloque soviético, el comunismo era algo real. Ahora, por tratarse nuevamente de un fantasma, como decía Marx, se presta más fácilmente a la alteración de la verdad que practica cotidianamente el trumpismo.

El nuevo macartismo no es, desde luego, un fenómeno exclusivamente norteamericano. Lo vemos en Italia con Salvini, en España con Abascal, en Brasil con Bolsonaro, en Bolivia con Áñez o en El Salvador con Bukele. En México a veces asoma la cabeza en sectores de derecha, que erróneamente llaman comunista al populismo de izquierda o al nacionalismo revolucionario. Con esas distorsiones demuestran lo poco que conocen la historia de las tantas fricciones entre el cardenismo y el comunismo dentro de la izquierda mexicana del siglo XX.

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