Los parques vacíos de beisbol, donde se libra una bella épica para las estadísticas y las pantallas, son la imagen perfecta de los días raros, ya prolongados en meses y próximamente en un año, que nos toca vivir. Una imagen gélida, que me enfría aún más la sangre cuando se contrasta con la acción que un batazo detona: el pelotero conecta, los cronistas se emocionan, la cámara sigue la trayectoria de la pelota y ésta sencillamente cae, muda, sorda, melancólica, en unas gradas vacías.
La pelota rebota, nadie la reclama: qué pírrico cuadrangular, como una gesta que se disuelve en el desierto. Esta visión, que me persigue, es sazonada con una idea terrible, macabra y elemental: poner figuras de cartón en las gradas, simular la realidad. Prefiero el vacío a ese tosco intento de hipnosis, prefiero el silencio a las risas grabadas que bombardean mi inteligencia. Pero reconozco, con alarma, que soy una excepción: la mayoría de la gente prefiere la píldora de una evidencia intervenida, adaptada a sus deseos y no a la chocante, decepcionante verdad.
Con el paso del tiempo se asienta la sorpresa, se achata nuestro escándalo, se ralentizan nuestros reflejos, y en lugar de adaptarnos a la incontrovertible novedad de la pandemia, hacemos que ella se adapte a nuestra testarudez, como si mañana el cielo amaneciera rojo pero pasado mañana lo tiñéramos de azul, sin resolver nada pero tranquilizando nuestro momentáneo impresionismo. Y es comprensible: yo me niego a acostumbrarme al tapabocas, que cumple perfectamente su función de tapiarme la cara, de aislarme en una cápsula de mi propio oxígeno, de cancelar mi oralidad, pero no dejo de usarlo, reconociendo en mi odio hacia ese pedazo de tela una minúscula y más o menos digna resistencia (y, sí, resignación). Pero no doy el paso de salir a la calle a que me dé lo que me tenga que dar, ni escondo mi raciocinio en una teoría de la conspiración, ni podría marchar detrás de una pancarta que dijera “la segunda ola somos nosotros” porque la única segunda ola (o primera y crecida ola) es la de un virus demasiado real, que tal vez irrumpió en nuestras vidas como un impredecible cisne negro pero que persevera y se resiste a desaparecer, permitiéndonos, así, aceptarlo, estudiarlo y combatirlo.
Más que una nueva normalidad, estamos entregándonos insensatamente a una falsa normalidad, evitando el trauma y haciéndonos de la vista gorda. Pero hay un cambio sucediendo que podría compararse a un movimiento masivo de placas tectónicas, que inició en el ámbito de la salud y hoy se ha infiltrado a todas las áreas de nuestra vida. La realidad, y la idea que nos hacemos de ella, se transforman: esto hay que aceptarlo con la mayor inteligencia y creatividad posibles, no colocando monigotes de cartón en las butacas ni creyendo que existe ya no una inmunidad de rebaño sino una impunidad de rebaño. Si Claudio Magris definió al virus como “un tirano de nuestros pensamientos” yo acepto esa idea y prefiero lidiar con el problema a ignorar que, allá arriba, todo el cielo ha variado al color rojo. El niño que se tapa los ojos cree que está cancelando al mundo o que él mismo desaparece. A los adultos nos enternece, pero estamos haciendo exactamente lo mismo.