Simbólica noche la de este 15 de septiembre. Plazas vacías enmudecieron ante arengas proclamadas desde balcones oficiales; la pandemia nos mantiene a raya. Desfiles silentes sin aplausos, sonrisas ni expresiones de asombro. La sana distancia hizo historia; la pandemia ahondó su huella.
Para reanimar al pueblo la risa se hizo rifa; el sorteo especial número 235 de la Lotería Nacional fue un eslabón más en la cadena de singularidades propiciadas por la determinación presidencial de hacer historia al andar; vender, rifar o rematar el Boeing 787 Dreamliner a cualquier costo ha sido imposible; de los seis millones de boletos que se vendieron la mitad y medio millón de ellos los compró el Gobierno; se pasó dinero de un bolsillo al otro, otros apostaron la renta de sus preciados presupuestos oficiales, a la fortuna.
Cachitos de esperanza, cuya vendimia nos tuvo entretenidos desde el 7 de febrero hasta la tarde de antier con el sorteo de lo que ni se rifó, ni se vendió. Cada vez que el célebre avión-machuchón despegó para ir y volver, el Presidente informaba sobre presuntos compradores, jeques árabes o magnates aztecas que pensaban convertir el avión en condominio de tiempo compartido, mientras sus funcionarios auguraban adelantos, apartados y hasta trueques por medicinas y equipos, pero nada. Y cuando despertamos, el avión sigue ahí.
La política necesita símbolos, estampas y placas. No subirse al TP-01 constituyó un mensaje que vuela alto; ya nunca nadie regresará a los excesos —más que ciertos y ofensivos— de una burocracia dorada que bajó para quedarse en la republicana medianía; ni en este sexenio ni en futuros alguien se atreverá a lujos semejantes, no para viajar ni para residir, nada de presumir.
Lo que cueste al erario el carnaval del avión será el precio de la racionalidad y empatía oficial en el futuro. Como negocio fue pésimo. Como épica política, efectivo. Así se labra un nuevo régimen que busca dejar atrás el neoliberalismo o neoporfirismo (que cada uno elija llamar al periodo comprendido entre los sexenios de Salinas hasta Peña como crea) y arribar a un nuevo nacionalismo social, popular, polarizado y politizado.
Para los cimientos de la transformación de la 4T se necesitan sacrificios y ritos; los expresidentes vivos —excepto Luis Echeverría— son candidatos ideales. A la plaza pública se le quiere preguntar si está de acuerdo en sepultar el abuso oficial, la opresión capitalista, la desigualdad social y corrupción. La respuesta es lo de menos, el estigma es lo que cuenta y vale; símbolo para la posteridad.
Comienza, pues, otro proceso político de incierta lógica jurídica que al menos será más económico que el del avión. Ahora marchamos en pos de los expresidentes para que, si no los sentencia la justicia, el pueblo los condene a estar donde ya están, pero más abajo.
Al ministro de la SCJN Luis María Aguilar tocó el tigre de la rifa, analizar la solicitud presidencial y decidir si la idea cabe en la Constitución o sólo en el corazón del pueblo.