Cuando uno lee “Me quedo con la gente / que hace bien, / la que aporta magia / estén donde estén”, uno reprime las instantáneas ganas que dan de corregir su conjugación, pues incluso bien redactadas, esas tres líneas seguirán siendo malas, colosalmente malas.
Según el juicio de uno, por supuesto, que difiere del de las 16 mil personas que les dieron “like” en Twitter. Mi atención fue dirigida hacia el autor de esas líneas porque recientemente ganó el Premio Espasa Es Poesía, hospedado por la poderosa casa editorial Planeta. Su nombre es Rafael Cabaliere, y es una persona real. Esta última aclaración se hizo necesaria cuando la gente dudó de su existencia y de la de sus seguidores (casi un millón en Twitter). Todo parecía montado, los seguidores comprados, el autor un robot combinando clichés, buenos sentimientos, cursilería popular. Incluso en su mismísimo perfil decía: “Mis publicaciones en redes sociales no son poesía”, declaración de admirable autocrítica viniendo del ganador de un importante premio de poesía. Declaración que, por otro lado, ya borró…
Pero Cabaliere existe, para decepción de algunos que fantaseaban con la versión robótica, y mucho más fascinante, de su autor. Javier Rodríguez Marcos comentó: “Llevamos siglos esperando un Homero de silicio que escriba una obra maestra, una verdadera odisea del espacio fruto, por fin, de la inteligencia artificial, un artefacto, en fin, digno de la máquina de razonar de Ramón Llull o del método para componer relatos de Raymond Roussel”. Es una fantasía que nos obsesiona, y que pudimos leer ya materializada en el editorial de The Guardian de hace unas semanas escrito por un robot. Borges creía que la infinidad de nuestras metáforas se podía reducir a un puñado, a un patrón de imágenes que sería la columna vertebral de todo poema. ¿Por qué no alimentar a un programa con dichas metáforas-madre y con otros componentes básicos del poema, a ver qué textos produce? Machado también jugó con la idea cuando le atribuyó a Juan de Mairena la invención de una “máquina de cantar” con la que, en su momento, se burló de los poetas de vanguardia. La máquina era una especie de fonógrafo alimentado con palabras, sustantivos, rimas lógicas, etc, que un “manipulador” iba eligiendo hasta dar con una copla respetable. Gabriel Zaid nos recuerda que, ante la posibilidad de un azar combinatorio universal y creativo, Cicerón perdía la paciencia y decía que eso era similar a arrojar al aire un montón de letras y que se formara el poema “Anales”, de Enio… ¿Podrá una computadora alguna vez replicar el alud de sinapsis que ocurre en la mente de un poeta? El misterio de la conciencia es aún insondable, y el de la creatividad parece ser irreductible, pero uno nunca sabe… En todo caso, el público lector demuestra, hoy, no ser muy exigente y conformarse con perlas como la que usé para abrir estas líneas. Pero uno no escribe para complacer a una mayoría bobalicona, uno no escribe para generar “likes”. ¿O sí? El Premio Espasa parece querer arrastrar a la poesía por ese camino, pero, por supuesto, la verdadera poesía ni se entera. Parecen lejanos los días en que Robert Graves pudo decir: “No hay dinero en la poesía, pero tampoco hay poesía en el dinero”.