Vivimos tiempos muy extraños. Esto se lo dice cada generación con justicia, porque cada época es excepcional, pero yo siento que la nuestra es excepcionalmente excepcional y quiero decirlo, porque si no, si no me lo recuerdo con asombro, corro el peligro de acostumbrarme.
¿Qué retorcida inteligencia está escribiendo este guion en el que todos vamos por la vida con cubrebocas? Tal vez no es inteligencia y esta fábula, citando a Shakespeare, la está escribiendo un tonto y no significa nada. Si no sentimos vértigo ante la transformación es probable que no la estemos entendiendo bien: lo normal es imitar a Mafalda y pedir que se pare el mundo, que nos queremos bajar. ¿Qué diría ella de estos tiempos? Estaría en rebeldía, sin duda, como si todos los adultos del mundo le estuvieran ofreciendo un gigantesco plato de sopa. La pandemia es la manifestación más clara de nuestros tiempos extraños, con un terrible saldo de un millón de muertos y nuestras vidas, todas, trastocadas en mayor o menor medida: reina la virtualidad, la distancia, un estar no estando con sabor a simulacro. Pasará, pero su saldo trascenderá el número de fallecidos y nos dejará noqueados un rato, viendo estrellas, ajustando nuestra mirada a la nueva normalidad. ¿Se puede prever el final? Edward Carey, un ilustrador inglés, lleva doscientos días dibujando un retrato diario, desde que nos azotó la pandemia, y no sabe cuándo va a parar, él sólo dibuja y dibuja personajes, configurando una extraña galería de rostros fuera del tiempo regular.
No sé, yo ahora leo todo como una señal. Una mujer colombiana, que llevaba dos años desaparecida, apareció flotando en el mar. Dos años de misterio, una materialización inaudita en el Atlántico. Su llanto, cuando unos lancheros la rescataron, provocó en mí unos berridos de tiranosaurio, como si la acumulación de tantas cosas extrañas hubiera hecho efecto de golpe en mi organismo… Ese mismo mar, a pocos días de distancia, arrojó a las costas de Honduras toneladas de basura, una imagen literalmente plástica de nuestro ecocidio, aunque, por otro lado, un señor parece haberse enamorado de un pulpo... Qué extraño es todo. La conciencia de nuestro papel en la transformación del planeta se agudiza justo cuando lo estamos transformando para mal: esperemos que no sea tarde. Y estamos crispados como unos idiotas, divididos en bandos cuando más que nunca tendríamos que apelar a la fraternidad y a la empatía, al menos para juntar fuerzas en el rescate urgentísimo de esta roca que es nuestro mundo. Pero no, hacemos política barata con la mirada puesta exclusivamente en nuestro ombligo. Si no basta con un virus devastador que nos dé dos cachetadas para reaccionar, o con los gritos de auxilio del planeta para encontrar un denominador común, ya no veo cómo documentar nuestro optimismo. Pero, más que pesimista, yo me declaro pasmado por un ataque de extrañeza, como si me despertara en medio de un sueño alucinante en el que todos los personajes están locos, como si este 2020 fuera el espejo que Alicia atravesó para encontrarse con una realidad alrevesada. Ella pudo regresar de este lado, a la normalidad en que las cosas están en su sitio. ¿Podremos nosotros?