Adictos al presente

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo La Razón de México

A menudo me descubro pensando que el presente es una condena. Pensamiento un tanto ridículo —como si tuviera la opción de trasladarme en el tiempo, o de evadirme enteramente de él. Característicamente falto de raíz, el presente me ha llegado a parecer de una suprema vulgaridad, como una moda sostenida, como una maquinita ciega arrojando hechos que además de todo nos esclavizan, nos encadenan a su espectáculo necesariamente irreflexivo de tan veloz.

Qué urgencia, como si la vida fuera un imparable noticiero. Y la pandemia produjo una experiencia curiosamente interesante, pues nos detuvo, pareció interrumpir el flujo de los hechos… Durante un puñado de días extraños, el presente pareció dislocarse, pero fue sólo un reordenamiento de actividades y finalmente el virus nos impuso una nueva agenda, un nuevo y más morboso noticiero. Decir que alguien está informado es señalar que, sencillamente, atiende y registra el guion del presente. La política, ese mal necesario, es una de sus manifestaciones más ruidosas, con diarios empobrecimientos del lenguaje (y cómo no, si está atragantada de presente), y las redes sociales también, ese fascinante y atemorizante monólogo simultáneo de gran parte de los habitantes del planeta. Me llama mucho la atención quien se abstrae, quien se sustrae, quien se repliega, sin temor a quedarse fuera de la conversación (es un decir) del presente. En la jerga milenial, hay un acrónimo que me parece sintomático y revelador: FOMO, fear of missing out, temor a quedar fuera, de la feria, de la fiesta, del grupo de W0hatsApp, de la noticia, de la corriente. En fin: del presente. Un diagnóstico brutal señalaría un azote muy de nuestros tiempos: una pandemia de FOMO.

La lectura es un antídoto contra el presente (ojo, las mesas de novedades son un malestar del presente), contra el solipsismo, contra el ego de creernos el centro del mundo, pero hay otro antídoto que es casi una paradoja: aprender a estar en el tiempo e incluso reconocernos como tiempo, ejercitar la conciencia del momento, adentrarnos, sí, en el presente pero para suspenderlo y apreciarlo a conciencia, no ignorando las diez mil cosas (en el Tao, “diez mil cosas” simboliza todo lo existente) que nos rodean pero no enganchándonos a ellas, sólo asumiendo su existencia sin anhelo, sin pavor a la exclusión, pues formamos parte de un todo que naturalmente nos incluye. Descubro el hilo negro y me pongo budista, analfabeto como soy de esa doctrina, lo sé, pero la intuición es clara y la pausa necesaria. De cualquier manera el tiempo, ese enigmático animal, va a seguir dando zancadas implacables y, como parte de él que somos, podemos establecer un ritmo propio sin estar bailando al ritmo de la tambora social. Lo escribo para convencerme, me expreso desde mi propia adicción, deletreo una resistencia indispensable, como la posibilidad de un tiempo propio en donde la Historia esté siempre presente (valga la expresión), la raíz, la genealogía que desembocó en mí, la etimología de las palabras que solemos asumir como algo dado y espontáneo. Anclarme, pues, en el tiempo, para resistir el oleaje del presente.

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