Por una dichosa coincidencia, el mismo día que cumplí dieciocho años, entré como alumno a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Recuerdo como si fuera ayer esa mañana del 27 de octubre de 1980. El recorrido resultó más tardado de lo que yo había calculado. El primer autobús me dejaba en Avenida Revolución, a la altura del mercado de flores de San Ángel, y allí debía tomar otro que me llevara hasta Ciudad Universitaria.
Los vehículos estaban atiborrados de muchachos que se dirigían a sus escuelas. Era una mañana fría, nublada, como casi todas las de ese otoño. Desde casi cualquier lugar se alcanzaban a ver los volcanes nevados y la calle olía a humo y a hoja de maíz. Cuando llegué al salón, el maestro ya había comenzado la clase. Por suerte encontré un asiento vacío en la primera fila. Miré a mi alrededor y me sorprendió el tamaño del grupo; éramos aproximadamente cincuenta alumnos. Algunos de ellos han sido mis amigos durante toda la vida.
El maestro hizo una pregunta y un tropel de brazos se levantaron de inmediato. ¡Todos parecían saber más que yo! Me sentí torpe e ignorante. Mientras escuchaba perorar a mis compañeros, pensé que no había aprovechado correctamente las largas vacaciones que había entre el final de la preparatoria y el inicio de los cursos universitarios. En esos meses, había hecho algunas lecturas de filosofía y, principalmente, había comenzado la lectura de El ser y el tiempo de Heidegger. No lo recuerdo con exactitud, pero podría asegurar que esa mañana de octubre cargaba con mi ejemplar de la obra del filósofo alemán, cuidadosamente subrayada y anotada en los márgenes. Hace poco encontré ese volumen en mi biblioteca. Me enterneció ver el esfuerzo de comprensión que hice en aquella época. La verdad es que no había entendido casi nada. Pero esa precoz voluntad para entender fue lo que me permitió aprender filosofía en serio, de manera rigurosa, en mis clases de la Facultad. Desde entonces, he seguido aprendiendo, porque si hay una disciplina en la que nunca se deja de ser estudiante, es la filosofía.
Quizá algún día escriba mis memorias de aquellos años en la magnífica Facultad de Filosofía y Letras. Ahora me basta con recordar ese día que cambió mi vida. Aunque legalmente había llegado a la mayoría de edad, estaba muy lejos de ser un adulto, todavía era, en muchos aspectos, un niño. Y aunque ya estaba inscrito en la Facultad de Filosofía y Letras, estaba muy lejos -¡lejísimos!– de convertirme en un filósofo. En estos cuarenta años han sucedido muchas cosas, unas buenas y otras malas, pero no me arrepiento –jamás lo haré– de haber vivido, exactamente de esa manera, aquel día de otoño de 1980. Como dijo Nietzsche: ¿Esto es la vida? ¡Pues venga otra vez!