El valor de las manos

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo La Razón de México

Me gusta manejar, y en la ocasión que les comparto estaba completando, por tercera vez en poco tiempo, las nueve horas de carretera que separan la Ciudad de México de mi destino actual.

Más o menos a la mitad del camino sentí una falla en el coche y decidí pararme en una especie de lateral de grava que vi adelante, para revisar el motor, a sabiendas de que soy un completo analfabeto en mecánica. Todo normal, me dije satisfecho, pero al intentar salir de ahí, descubrí que el coche estaba hundido, atascado en la grava. Uno, dos intentos de salir y lo hundí más: gravas movedizas. Decidí, en una especie de trance enloquecido, sacar la grava que había debajo, con las manos. ¿Cuánto tiempo estuve haciéndolo? No sé, pero me detuve cuando vi que mi mano derecha chorreaba sangre: me había pelado los tres dedos centrales hasta dejar las puntas en carne viva, yo solo, sin sentir dolor, como un poseído. Supe que ya no podía usar la mano. El sol no tardaría en ponerse. El paisaje era hermoso y desolado. ¿Qué hacer? Decidí parar al primer coche que pasara, pero evidentemente me ignoró. Nadie se iba a parar a ayudar a un extraño en chanclas y ensangrentado. Lo volví a intentar y esta vez, para mi sorpresa, una camioneta blanca se detuvo. “Te atascaste”, me dijo un hombre sonriente como de mi edad. “Sí, y me deshice los dedos”, le dije mostrándole mis heridas con cierto dramatismo que ignoró por completo. “Tu coche está sentado en la grava, hay que usar mis gatos”, me dijo con completa seguridad. Y se puso manos a la obra (ah, el valor de las manos). En poco tiempo, tenía el coche levantado, puso la maldita grava de vuelta debajo de las llantas, también dos cuñas de madera que traía consigo. Me vio la transparente cara de inútil asombrado y me pidió permiso, sin dejar de sonreír, para él sacar el coche, cosa que hizo rápidamente. Yo intenté aplaudir y sólo salpiqué sangre. Al avanzar para abrazarlo, besarlo, o algo, pisé una espina que atravesó la chancla y se me incrustó entera en el pie. Ahogué un grito, me saqué la espina sangrante y le dije, también con dramatismo: “Me salvaste la vida”. “Nah”, dijo sonriente, “pero tienes suerte, ya nadie ayuda a nadie”, recogió sus cosas y se fue. Vi su camioneta desaparecer en el horizonte conforme caía el sol, intenté asimilar ese acto de perfecta y gratuita generosidad pero entonces bajó la adrenalina, hizo su aparición el dolor, agudo, quemante, y me dispuse a manejar tres horas más así, pasara lo que pasara. Lo hice, con una parada en una gasolinera y en un baño donde me fue imposible limpiar mis dedos desollados. Ahora ya estoy bien, aunque escribo esta columna usando, de mi mano derecha, sólo el pulgar. El coche está perfecto: no puedo explicar por qué me paré ni de qué manera ciega me autoinfligí esa tortura. Suelo ser así de bruto. No importa. Importa agradecer, un poco al aire pero no creo que inútilmente, la aparición del buen samaritano, que sin duda no es único, reconocer esos pequeños actos de solidaridad, esa espontaneidad para extender la mano (ah, el valor de las manos) y ayudar al prójimo. Me estoy poniendo bíblico, pero sí, la empatía existe desde siempre, hay que reconocerla e imitarla. Hay que celebrarla.

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