Esto es una botella, lanzada al mar de la memoria. Navega rumbo a destinatarios, reales e imaginarios, con un mensaje dentro. Con algunos, viejos amigos, compartí por una década momentos e inquietudes similares. Cuando aún estaban —estábamos— en las gradas de la nación Ojalá consiga provocar, en todos, un recuerdo. Una duda. Tal vez silenciosos. Pero auténticos. Que sean el primer paso para un diálogo postergado y ausente. Lo necesitamos.
Nos conocimos en otros tiempos, llenos de incertidumbre y esperanza. Cuando, en la banca y en el terreno, se jugaba al duro por un futuro mejor. Digno de ser vivido. Exigían transparencia ante la opacidad, sostenían la libertad frente al autoritarismo. Con la impaciencia de los justos. Entonces, a la vez, invocaban y cuestionaban a esas instituciones. Las mismas que, al producirse, reconocieron sus triunfos. En especial el grande, que les subió al podio. Desde el que hoy se comportan como si nada hubiese cambiado.
Usaron, en su lucha, las avenidas que conducen a la imperfecta democracia. Esa que no admite mayorías ni minorías permanentes, sino circunstanciales. Que no cobija ideas puras —irreales— sino plurales. Que posibilita a la siempre diversa ciudadanía a acotar y definir, desde la ley, la urna y el ágora, el poder y legitimidad de quienes mandan. Ciudadanía ante la que ninguna epopeya, carisma o promesa pueden elevarse con fuerza de mandato divino.
Vuestro civismo era, desde entonces, algo extraño. Dual. De una parte denunciaban, con razón y valor, corruptelas, abusos y exclusiones. Representaban la esperanza desde la oposición. Al mismo tiempo, inventaban datos y explicaciones alternos para justificar sus derrotas. Fake news, les llamaríamos hoy. Anticipaban la soberbia en la victoria.
Quien les sirve y apoya se les antoja encomiable. Lo que les adversa deviene —como ayer— fraude, complot o traición. Como el niño que, al no conseguir el juguete deseado, arma berrinche. Como el jugador que patea la mesa cuando, alguna vez, las cartas no le favorecen. Revelan una pulsión autoritaria, que algunos reparamos desde entonces. Pero que no nos impidió acompañarles en sus luchas, porque eran justas. Cuando estaban abajo.
Debajo de su piel laten una psicología, una ideología y una filosofía. Una psicología donde las mismas experiencias tienen sentidos diferentes, si las viven los míos —generosos profetas del Bien— o los otros, indignos representantes del Mal. Una ideología que pinta la polis de un único color aceptable —el suyo—, con un solo sujeto —siempre puro y aclamante— y un único intérprete, sabio e iluminado. Una filosofía que mezcla crudamente el idealismo —de buenas causas, a ratos vueltas dogmas— con un materialismo voraz ante la fortuna, la libertad y la idea ajena. Psicología, ideología y filosofía que Orwell, hace casi ocho décadas, dibujó como nadie.
Sintetizo mis dudas, en forma de preguntas. ¿Qué país desean? ¿En qué política creen? ¿Los reclamos de antaño valían apenas porque eran suyos?¿Negarán a los otros las garantías usadas; los espacios conquistados? ¿Es vuestro, acaso, el monopolio de la virtud, la sabiduría y la esperanza perpetuas? ¿No se reconocen hoy, por razones simples y objetivas, en el sitio de los de antes? ¿No aceptan que devinieron, de un modo pacífico y natural, masivo y poderoso, el nuevo poder? ¿Cómo conviviremos, libres e iguales, en la República? Sincerémonos, gente, para saber lo que sigue.