Gracias, Bernie

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo La Razón de México

He estado pensando en Bernie Sanders. A estas alturas, no debería sorprenderme la viralización feroz de un fenómeno, pero me sorprende: millones de personas coincidiendo en una conversación, en un chiste. Es imposible proyectar una tendencia así: es arrolladora, entre otras cosas, porque es espontánea y se alimenta de sí misma, un sorprendente animal sin control fijo. Y he estado pensando en Bernie Sanders, con sus guantes de abuelito y rompiendo tranquilamente el protocolo de una inauguración presidencial glamorosa, porque, más que acaparar nuestra conversación o nuestro sentido del humor, acaparó nuestra mirada y en unos cuantos minutos la reeducó. Bueno, no él, sino el animal colectivo que sigue manipulando su imagen hasta el infinito y más allá.

Ponga usted un Bernie Sanders en el contexto que quiera, y todo cambia, y esa reeducación visual es una puerta de entrada al arte. Claro, podemos agregarlo, como Zelig, a cualquier momento icónico de la historia, como la Conferencia de Teherán, pero eso sólo sería una operación visual aritmética: Bernie da para más. Colémoslo en un contexto inusitado, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, por ejemplo (un favorito personal), y toda la escena se resignifica: algo pasa ahí, ese cascarrabias dialoga con la imagen y la desencaja, la voltea patas arriba, nos obliga a traducir de inmediato un mensaje que no estaba en nuestra programación. Si recortamos y pegamos a Bernie en la cocina de nuestra propia casa, las albóndigas van a saber diferente, cocinadas ante ese disruptor. Los artistas no hacen sino aportar sus Bernies personales a una realidad preconcebida, forzándonos a inaugurar un discurso alternativo, que puede ser sutil o radicalmente provocador. También se puede añadir quitando: hace no muchos días, en un ejercicio de tachadura inconscientemente artístico, la Fiscalía Mexicana presentó el expediente que exoneró al general Cienfuegos: apenas unas palabritas sobrevivieron ante el plumón de la censura, esa magnífica, casi diría yo staliniana goma de borrar, corrupta hasta el tuétano pero sublime en su resignificación, en su producción de un objeto conceptual nuevo, gratuito, desgravado ya de la sangre del narcotráfico pero sin duda no inocente ni inofensivo, bofetón del arte como la figura de Bernie Sanders sacada de contexto, y no hace falta para ello más que revolver un poco lo que nos dieron bien ordenadito, desayunar ravioles, ponernos una nube por sombrero, entender que en la Sección Amarilla (¿todavía existe?), o en cualquier instructivo, existen ya los caracteres que en una de sus combinaciones nos dieron La guerra y la paz. Sumar, borrar, desordenar, encimar, clonar, mezclar, romper, echar a volar, no saber exactamente a dónde vamos, quemar las naves del sentido, meternos a la fuente (decía Cortázar) a sacar el pescadito rojo, traer siempre un Bernie Sanders en el bolsillo de la mente para salirnos del guion y carcajearnos, o echar a llorar con nuestra narizota de payasos. Gracias, Bernie, por la corriente de oxígeno que trajiste en esta atmósfera ya casi irrespirable.

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