El momento de las movilizaciones rusas

EL ESPEJO

Leonardo Núñez González
Leonardo Núñez González La Razón de México

Salir a la calle para protestar ante un régimen autócrata es una decisión extrema en la que un ciudadano antepone sus ideales y convicciones a su propia seguridad. Las manifestaciones en más de 100 ciudades rusas durante otro fin de semana, así como la violenta reacción del Estado deteniendo a miles de personas, son el reflejo de un momento de hartazgo extremo, por un lado, y del terror a la movilización ciudadana en el régimen de Putin, por el otro.

La detención de Alexey Navalny —del que escribí la semana pasada— es la chispa que inició esta última serie de movilizaciones, pero no es la única explicación. El régimen de Vladimir Putin, que lleva más de 20 años como la principal figura de poder en Rusia, se ha encargado de construir una democracia simulada, en la que las elecciones libres, la separación de poderes, la libertad de prensa y el resto de elementos necesarios para una democracia real son ficciones que viven solo en el papel, pero que nunca han tenido un asidero en la realidad. Esta tradición por la simulación tiene una larga data, pues como mencionan Stephen Holmes e Ivan Krastev en su último libro, The Light that Failed, la mayoría de ellos encontraron que simular la democracia era perfectamente natural, pues habían estado fingiendo el comunismo desde muchas décadas atrás.

El Estado ruso contemporáneo, comparado con sus pares europeos o el régimen autoritario de China, es sumamente débil e incapaz de resolver los enormes problemas de su sociedad. Sin embargo, ha creado una mítica de extrema competencia basado en su capacidad para silenciar a la disidencia lanzándose sin contemplación ante las personas individuales, en donde la asimetría de poder, por más débil que sea el Estado en su conjunto, es aplastante. Esta dinámica es la que ha permitido desarticular a cualquiera que se oponga al régimen y ha creado una idea de que el gobierno está en todos lados, por lo que la ciudadanía se mantiene callada.

Pero el juego de Putin tiene riesgos, pues su debilidad sistémica, combinada con los ropajes de un régimen democrático, lleva a que exista un punto en el que las personas decidan que no pueden tolerar más la simulación. Y eso es lo que la detención de Navalny ha provocado. Más que salir a las calles única y exclusivamente para protestar por la situación del opositor, la indignación generalizada se ha esparcido entre una población que está harta de tener miedo y vivir amordazada. Para miles de las personas que han tomado las calles de múltiples ciudades de Rusia, ésta es la primera vez que deciden salir a protestar y con lo que se han encontrado es, precisamente, la ferocidad de un régimen que ha perdido cualquier conexión con la ciudadanía de a pie y cuya única respuesta es el uso desmedido de la fuerza. Pero ésta es la respuesta de un Estado desesperado. Si la ciudadanía logra coordinarse y mantener viva la llama de la indignación, la idea del poder absoluto de Putin puede comenzar a resquebrajarse. Es su momento.

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