En días pasados asistí a un debate, con colegas de procedencias diversas, en torno a la responsabilidad de las élites en la crisis global de las poliarquías.
Alrededor de un provocador texto de Yanina Welp1, discutimos sobre el impacto sistémico del egoísmo y corrupción de minorías privilegiadas sobre la salud democrática. Repasamos cómo la desafección ciudadana obedecía, junto al cambio cultural y la desconexión globalizadora, al solipsismo de políticos enajenados de las múltiples demandas de la gente común.
Quiso el azar que, luego de aquel intercambio, leyese dos textos de opinión que repasaban el nexo entre capitalismo y democracia. En el primero, un filósofo latinoamericano negaba cualquier posibilidad de correlacionar estos fenómenos “intrínsecamente incompatibles”. Desde las antípodas, un economista liberal sostuvo la “correspondencia natural” entre economía de mercado y democracia liberal. En ambos casos, la aparente ignorancia acerca de los últimos siglos de historia humana obedecía más a posturas ideológicas que al desconocimiento de las modernas dinámicas de explotación económica y dominación política.
Reconozcámoslo: las lógicas estratégicas (medios/fin) del capitalismo y la democracia divergen. El capitalismo expande sus medios (creación y captura de mercados) para conseguir, de modo concentrado, su objetivo (acumulación de ganancia) económico. La democracia expande, simultáneamente, medios (sujetos, instituciones y derechos) y fines (participación individual, autogobierno colectivo) en la regulación de la convivencia política. En esto, es claro, difieren.
Pero ambos —capitalismo y democracia— operan en los marcos de sociedades de masas, regidas por Estados nación, en un sistema internacional interconectado. Admiten versiones y maridajes diversos, contradictorios y dinámicos2. Y aunque sean, por separado, diferentes, pueden devenir ingredientes capaces de combinarse en el milagro de un plato nutritivo y sabroso. Escaso, pero deseable. Entendamos las condiciones de ese empalme, repasando tipos de élites y régimenes contemporáneos.
Una oligarquía —de empresarios y políticos— constituye el grupo dominante en los países donde conviven capitalismo y democracia. Divididos en facciones, sus miembros se enfrentan sobre un objetivo común: la acumulación de capital. Y son contrapesados por los movimientos, instituciones y derechos que clases medias y populares usan, al amparo del régimen democrático, para acotar el peso del dinero y poder oligárquicos. Mientras, los poligarcas —funcionarios y negociantes de un capitalismo neopatrimonialista— coexisten dentro de la estructura de los regímenes híbridos, con clientelas de clase media leal y sectores populares hiperexplotados. Por último, bajo los totalitarismos de partido único y los despotismos sultánicos, el poder gubernamental fusiona los actores y mecanismos de extracción de renta y represión política. De un modo cualitativo —y brutalmente— superior a otros órdenes alternativos.
Si concebimos al Estado como el terreno donde se cristalizan las constelaciones de poder político —y económico—, entonces la posibilidad de sustituir/contener a quienes nos desgobiernan resulta clave para acotar la explotación capitalista. Y eso sólo es posible, de modo estable y protegido, en democracias. Claro que esas democracias existen desde la asimetría —de recursos varios— de sujetos que ejercen sus derechos sociales, civiles y políticos. Su ejercicio está variablemente habilitado en dependencia de las capacidades estatales y las orientaciones ideológicas de cada gobierno. No hay casos “perfectos”, ni rutas únicas. Pero en los regímenes autocráticos todos los derechos están severamente restringidos y, en casos límite, suprimidos. Prevalece allí una categoría de “semiciudadanos” —consumidores, peticionarios— y, a veces, de simples súbditos.
En esta Modernidad inconclusa hay muchos capitalismos sin democracia, pero no han existido —lejos de cierta poesía disfrazada de ciencia social— democracias sin capitalismo. Capitalismo y democracia no son, per se, hermanos de sangre o enemigos irreconciliables. Son formas humanas contingentes, derivadas de nuestro desarrollo socioeconómico, cultural y político. Espoleadas, con traspiés y caídas, por las demandas de personas y colectividades cada vez más complejas. Aunque cierta pedantería neoliberal o marxista, con sus versiones chatas del progreso, prefieran seguir ignorándolo.
1 Yanina Welp, La democracia y el declive de las élites, Nueva Sociedad 290, Noviembre-Diciembre 2020
2 Como han señalado recientemente Branko Milanovic, James Robinson, David Collier y Dani Rodrik. Y mucho antes Barrington Moore, Nikos Poulantzas y Charles Tilly, entre otras voces autorizadas.