Lo popular y lo autocrático

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda La Razón de México

He vuelto a ver La Barraca, serie televisiva basada en la novela homónima de Blasco Ibáñez. Allí gente del pueblo aterrorizaba, hasta la muerte, a unos recién llegados. La disposición de éstos a trabajar la parcela de un lugareño arruinado detonó el conflicto.

La comunidad decidió solidarizarse con el viejo parroquiano, impidiendo el progreso de la familia avecindada. Gente humilde, proyectando odio y violencia contra gente humilde. Solidaridad comunal y violencia incivil. Nobleza y miseria humana. Todo mezclado. Como en Dogville, de Lars von Trier.

No hay monopolio de la virtud y el progreso en una clase. Para comprenderlo, vale la pena releer la psicología de masas —de Le Bon a Canetti— y lo que enseñan la antropología y la sociología. Quienes crecimos en barrios lo sabemos: los “de abajo” coinciden en su lugar en la estructura social, pero difieren en el modo de vivirlo. No hay una bondad popular innata. Siempre, en todas partes, ha habido masa lumpenizada que reprime al pueblo diverso, disidente e inconforme. Eso no es tampoco patrimonio exclusivo de una ideología. Somoza y Trujillo tenían sus turbas represivas. Ortega y Maduro, sus colectivos armados.

Lo popular subsume, en cualquier sitio, la solidaridad comunitaria y la anomia pauperizada. El pobre, con agencia y civismo, convive con el lumpen cómplice del opresor. A más precariedad material de la gente, más miseria moral de la turba. Lo que hace potencialmente justicieros ciertos sujetos y reclamos populares es su ubicación subalterna en una estructura determinada. Si la democracia remite a una lucha permanente por la redistribución del poder, la riqueza y el saber, todo orden jerárquico y extractivo es su opuesto. Y quienes lo sufren, en la base de la pirámide social, deben ser protagonistas y beneficiarios del cambio. Pero no siempre sucede.

Sin embargo, así como no es posible equiparar lo popular y lo emancipador, es un craso error identificar lo popular y lo autoritario. El populismo, híbrido entre formas democráticas y dictatoriales, suele interpretarse en un doble sentido. Encarnando un modo de política popular, se entiende por los radicales de manera virtuosa (como democracia otra) y por los liberales como un régimen perverso (tiranía). Pero no toda la política subalterna —con sus protestas, liderazgos y mandatos— se resume y subsume en el modelo populista. Tampoco lo populista es sinónimo —aunque ciertos rasgos le aproximen y prefiguren— de lo autocrático.

La política popular coexiste y confluye con la liberal en una arena compleja de principios, formatos y objetivos. Las asambleas pueden convivir con las elecciones. La movilización de masas, por servicios comunitarios con la deliberación institucionalizada de políticas públicas. Conflictos redistributivos, diferencias de clase y de léxico pueden distanciarles. El Estado, copado por élites, suele responder de modo diferenciado a sus reclamos. Pero sólo la autocracia, con su supresión simultánea de toda política —popular y liberal— presenta un límite schmittiano a ambas, adversando cualquier reclamo de autonomía. Clastres y Lefort, cómplices, lo sabían.

Necesitamos más antropología “situada” y menos ideologías autorreferentes. Más comprensión de las formas populares de sobrevivencia, resistencia y acomodación con el poder. Sin reificar, atendiendo la historia y el presente. En Latinoamérica, los pueblos han perdido tanta o más ciudadanía —de todo tipo— con las democracias bolivarianas que bajo la larga noche neoliberal. La academia que hoy usa el populismo como ariete contra la democracia liberal, debería reconocerlo. Asumir que abre la ruta al autoritarismo elitista que sucitó aquella alerta brechtiana: “¿No sería más simple, para el gobierno, disolver el pueblo y elegir otro?”.

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