La iniciativa que regulará el outsourcing o subcontratación entra en su recta final en el Congreso de la Unión; su discusión asemeja un cuarto de terapia intensiva: cualquier movimiento brusco puede lastimar a nuestros vecinos del norte y al empresariado, ni más ni menos que en tiempos electorales.
El cálculo que estrategas electorales estarán haciendo es qué es de esas iniciativas tóxicas en campañas; sin embargo la otra visión estratégica pasa por un camino contrario, ya que la narrativa es precisamente fortalecer que este cambio regulatorio beneficiaría a la base trabajadora por encima del empresario.
Cualquiera que sea la óptica, lo tangible es que si no se hacen los ajustes y se encuentra un justo medio en la regulación, se estaría tejiendo una camisa de fuerza a la competitividad que como país, hoy más que nunca, requiere incentivos para salir de la crisis pandémica.
Las reformas a la Ley Federal del Trabajo, hasta el día de hoy, traen equiparadas conductas de subcontratación con delitos fiscales o penales; la gravedad es que no se ha encontrado claridad en los escribanos legislativos para lograr un equilibrio en prohibir simulaciones en detrimento al fisco o en no darle plenitud laboral a los trabajadores, con la necesidad para que las empresas puedan subcontratar un servicio a otra empresa especializada y pueda con ello deducir ese servicio, sin que medien burocracias.
Las alertas, tanto a esta ley laboral, a la reforma del Banco de México, así como a la de las calificadoras, están encendidas.
En juego está no sólo el óptimo cumplimiento a las relaciones comerciales con nuestros aliados del norte, sino también que esto afecte la generación de empleos y complique aún más las dificultades operativas de las empresas, ante las mermas de la pandemia.
Lo deseable sería reflexionar esta reforma sin demonizar ninguna práctica y sin lanzar juicios de valor; deseable sería una discusión legislativa sin fobias ni filias y donde el Gobierno pueda castigar a quien haga mal uso de figuras jurídicas para negocios multimillonarios, sin que esto genere terrorismo o contracción de la actividad empresarial.
Que el debate nacional a la ley de outsourcing sea respetuoso y cuidadoso; hoy en día no podemos darnos el gusto de enviar mensajes equivocados a la inversión y no por querer eliminar una práctica indebida nos vayamos a dar un balazo en el pie en la necesaria generación de productividad y empleos.
Si lo que se desea es llegar al crecimiento del PIB a un 4% y darle la vuelta a la desocupación, la apuesta es blindar esta reforma con simplificación administrativa y que las prohibiciones a la simulación lleguen a ser efectivas sin que encuentren salidas tramposas.
Finalmente, los diputados y los senadores tienen el enorme reto de afrontar la discusión, de forma tal, que las inquietudes entre ambas visiones queden satisfechas.
Veremos qué sucede. Pero la ley del outsourcing no debe llevarnos a escenarios de vencedores, ni vencidos.