El arte de hacer olas

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo Foto: La Razón de México

Algo debió hacer bien la poesía si ya desde tiempos de Shelley había que defenderla. Cuando digo hacer bien quiero decir hacer mal, o al menos no complacer, innovar. Nos asusta el concepto “revolución”, pero eso es exactamente lo que hace el arte de verdad: revolver, y con esa revuelta provocar un cambio. Y un cambio es necesario y urgente o nuestra lengua, que es algo más que la arcilla de la comunicación, va a ser totalmente aplanada por el peso de la moral y la corrección. Hoy, una muy visible presión social le exige a la lengua que no haga olas, cuando eso es justamente lo que todo buen poema hace: olas, vueltas y revueltas.

En su célebre defensa de la poesía, Shelley argumentaba que ésta no sólo no era inútil (pues engrandece la circunferencia de la imaginación, entre otras cosas) sino que añade a la naturaleza lo que la naturaleza no puede añadir, levanta el velo de la costumbre y revela relaciones insospechadas entre las cosas. Así refutaba a Platón, quien vetó famosamente a los poetas por no ser, según él, más que mimos refinados. Pero el arte no es una copia ni un simulacro de la naturaleza sino una novedad, un flamante agregado y, como tal, no sólo es normal que incomode sino en cierta forma necesario (la complacencia doma al arte y después lo mata). El miedo de los artistas a incomodar y ser cancelados es ya el principio de su cancelación: ése es el diagnóstico terrible de nuestros días, que hubiera sorprendido inmensamente a Shelley. Él dijo que un poeta era un legislador y un profeta, capaz de intuir (a través del poema) el futuro en el presente. El poeta, que participa de lo eterno, no está atado al tiempo ni al lugar: éstos se pueden cambiar y combinar sin dañar al poema. Y mucho menos está atado a la moral de su época: Shelley nos recuerda que mientras menos poderoso es un poeta, más se nota su agenda moral. Lo que dice es vigente: si la época exige un arte manso, no hay que escribir para la época, pero esas batallas, con un puñadito de excepciones, están brillando por su ausencia, y ni siquiera es perceptible que los escritores, los poetas, estén poniendo en crisis su material de trabajo: el lenguaje mismo. Pobre lenguaje asexual, pasteurizado: es tan inofensivo que ya sólo se atiene a la comunicación. Shelley se pregunta cuál sería la condición moral del mundo si no hubieran existido Dante o Chaucer, si hubieran sido, digamos, cancelados. No queremos ni siquiera imaginarlo, pero nos dirigimos hacia un mundo así si no decimos todo lo que tenemos que decir, cueste lo que cueste, sin comenzar por autocensurarnos.

Al final de su defensa, Shelley dice que los poetas son el espejo de las sombras gigantescas que el futuro arroja sobre el presente, las palabras que expresan aquello que no entienden, las trompetas que llaman a la guerra… Pues habrá que reflejar, decir y sonar más, porque todo está muy quietecito y silencioso, muy respetuoso de leyes no escritas que imponen temor y cautela. Si los poetas son, como dice el autor de Prometeo liberado, los legisladores no reconocidos del mundo, habrá que hacer rápidamente nuevas leyes. Y después volverlas a romper.

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