A mi padre, por todo
Releo un texto1, escrito hace dos años por el politólogo mexicano José Woldenberg, acerca del novelista cubano Leonardo Padura. Sobre sus ideas y circunstancias. Un texto lúcido, con frases estremecedoras del escritor isleño, donde alude a “la generación que soñó con el futuro y a la cual pertenezco, ha vuelto a ser la perdedora”.
La obra de Padura, amén de sus éxitos literarios, trasunta un constante regodeo con la idea de la generación perdida. Un lamento indulgente, con Mario Conde como arquetipo del “jodido, pero feliz”. La resignación elevada a categoría moral encomiable, a medio camino entre el diagnóstico y el diván. Expresión local de esos clichés y complejos que asolan nuestra geografía regional2. Con correlatos demográficos e ideológicos de largo aliento.
Se trata, en el caso de los compatriotas de Conde, de personas envejecidas, que entregaron su juventud a las promesas de la Revolución. Incapaces hoy de revisar su devenir, colectivo e individual. Temerosos de perder el sentido de la vida. Ancianos que sobreviven gracias a las remesas del hijo ausente y el mercado negro, mientras defienden —por dogma, inercia o temor— al mismo régimen que auyentó a su progenie y confiscó su prosperidad. Humanos que habitan un lugar distópico, entre la farsa y la tragedia. Incapaces de comprender a sus nietos rebeldes.
Fuera de Cuba, el conservadurismo revolucionario —¡menuda paradoja!— asume otros ropajes. Amplios segmentos de las clases medias latinoamericanas comparten la adoración al mito castrista. Con niveles de vida muy superiores a los de sus contemporáneos cubanos, atesoran discos de Carlos Puebla y pósters de Fidel. Para ellos la isla no es un sitio real, habitado por seres que sufren y dudan, temen y disienten. Sino un lugar de ensueño, que debe permanecer puro, intocado. Porque como me dijo una vez un sociólogo veracruzano, “yo sé que allá hay cosas malas, pero debes entender que para mí Cuba es algo muy caro”, tras lo cual le recomendé, además de visitar al psicoanalista, distinguir entre ciudadanía y gobierno. Entre nación e ideologías.
Buena parte del pensamiento y activismo de nuestra región sigue presa de esas taras y chantajes. Encarnan la hegemonía —simbólica, política, teórica, afectiva— de una generación castrista, dentro de la izquierda latinoamericana. Con sus manifiestos vocales contra el mismo “Imperialismo” cuyo pollo, arroz, café y jabones surten las alacenas de Cuba. Con esa ceguera que les impide ver, en la isla, problemas y reclamos análogos a los de sus países. Como si los cubanos fuesen, antropológicamente, seres extraños. Venidos de otra galaxia.
Proyectan la idea de una Revolución continuada hasta el presente. Confunden una burocracia arcaica como liderazgo progresista. Insisten, en ausencia de elecciones y medios libres, en el supuesto respaldo de una ciudadanía a su gobierno. Un coctel humanamente insolidario, intelectualmente mediocre y políticamente reaccionario.
El empobrecimiento y la emigración de una población abatida. La represión al que piensa diferente. Sí: todo eso también pasa en otros países, capitalistas, autoritarios. Pero allí nadie insiste, con superioridad moral, en que “hay que callar para no hacer el juego al enemigo”. Para defender “la utopía”.
Esa inercia conservadora parece, en los últimos tiempos, erosionarse tras la aparición de pensamientos y movimientos millennials, con causas posneoliberales y poscomunistas. Donde se juntan personas, ideas y acciones conectadas con los más diversos derechos, luchas e identidades emancipadoras. Eso pasa hoy en todos los países de Latinoamérica. También en Cuba. Aunque el conservadurismo revolucionario elija no entenderlo.
1 La generación de Padura,
Nexos, 1ro de diciembre de 2019
2 Ver, a propósito, la disección incómoda de memoria, identidad y presente latinoamericanos adelantados por Gerardo Mosquera en Arte
desde América Latina (y otros pulsos globales), Ediciones Cátedra, Madrid, 2020.