El spleen de Baudelaire

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo La Razón de México

Cada vez que me doy cuenta de que he pasado una temporada demasiado larga bajo el sol, vuelvo a Baudelaire. Cada vez que siento pasar a mi lado el aleteo del optimismo, vuelvo a Baudelaire. Cada vez que volteo hacia el cielo en busca de respuestas, y antes de tener que enfrentarme al sonoro vacío, vuelvo a Baudelaire.

No porque el autor de Las flores del mal no haya sido un soñador, sino porque lo fue con extremada lucidez, si se me permite la aparente contradicción: sabía que al despertar sería azotado por una realidad infame, y el único paraíso en el que creía era el paraíso artificial y finito. No está mal tener a mano un antídoto, hecho de pura descarnada razón, contra el esplendor y lo sublime, contra la abundante autocomplacencia del artista, contra la mayúscula de la palabra Poeta. Ese antídoto, despiadadamente bello, es Baudelaire. Pero la ignorancia y sus tendencias han hecho bien su trabajo, y al gran poeta infame se le celebra con solemnidad y mayúsculas, sin acusar recibo de su vigente escupitajo.

Estoy lejos de mis libros, de los muchos testimonios que se han rendido ante el partero de la modernidad (Benjamin, Eliot, Sartre, Calasso, De Azúa…), pero hoy que se acerca el bicentenario de su nacimiento (9 de abril de 1821) puedo volver a algunos de los muchos tatuajes que me ha dejado su Spleen de París, esa inspirada serie de poemas en prosa en que Baudelaire fue políticamente incorrecto para siempre, demoliendo los mitos que erigió la Revolución Francesa, como el mito de la igualdad con el que aún nos autoengañamos, como el constructo de la belleza, como la promesa de la trascendencia: “¿Qué le importa la condenación eterna a quien ganó en un segundo lo infinito del goce?” El paseante recorre la ciudad (hoy huimos hacia los márgenes, heridos de muerte por las metrópolis que él profetizó) y se acepta como un átomo entre átomos: “El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una muchedumbre”, esa soledad siempre bienvenida y mucho más digna que la “prostitución fraternaria” y su dañino afán por gustar, por pertenecer. La prosa es limpia, brutal, pero aquí y allá brincan las chispas de un verdadero lirismo: “No hay punta más afilada que la del infinito”, “Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos”. Y el alud de verdades aforísticas que siguen resonando como si hubieran sido dichas ayer: “La vida es un hospital en el que cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama”, “El que es malo, si lo sabe, tiene algún mérito; el vicio más irreparable es el de hacer el mal por tontería”, “Siempre ha sido interesante el reflejo de la alegría del rico en el fondo de los ojos del pobre” (en donde “interesante” apenas describe la obsesión del Baudelaire sociólogo, cronista supremo de la desigualdad).

Rival de la naturaleza, melancólico profesional (“Siempre creo que estaría mejor en otra parte que no allí donde estoy”), en Baudelaire la vida y la obra se funden en un solo brochazo de óleos recargados, un solo trazo incompleto de arte en estado puro siguiendo él mismo el consejo que le daba a su lector: “Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que te rompe los hombros e inclina hacia el suelo, tienes que embriagarte sin tregua. De vino, de poesía o de virtud. Pero embriágate”.

Él sigue siendo nuestro hermano, nuestro semejante, y nosotros sus hipócritas lectores.

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