Verso

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo La Razón de México

Leí en un mismo día que: Dante moldeó y perfeccionó como nadie el verso endecasílabo, que mide once sílabas y a través del cual, y no sólo en italiano y español, la poesía se expresa con un natural golpe de respiración. Cuenta Aurelio Asiain que esa idea (engendrada, como tantas otras cosas, en la regadera) fue de Tomás Segovia: que después de once sílabas el verso pierde su integridad, se rompe o se escinde.

Habiéndolo importado de Italia, en España el endecasílabo conoce cumbres como ésta de Góngora: “infame turba de nocturnas aves”, once sílabas con acento en la u de tUrba y en la u de noctUrnas, enfatizando el ulular de las nocturnas aves. Sí: con el endecasílabo dejamos de cantar (la vida no es un corrido, o no siempre) y comenzamos a conversar: la extensión del verso es locuaz y es elocuente.

Y leí que: Baudelaire recibe la tradición del poema métrico y la revoluciona con el casi inconcebible desarrollo de un nuevo género literario: el poema en prosa, el desdén del verso y la compactación textual, la mancha rectangular en la página pero conceptualmente cúbica: “con su espesor y densidad, que no vienen del dibujo o la forma métrica sino de la contundencia con que todo un mundo llamado yo es comprimido y expresado en apenas un parpadeo”, dice Agustín Fernández Mallo. El verso se desintegra pero la música no muere, al contrario: se revivifica, incorpora a la ciudad y no rechaza su barullo. ¿Cuál será la unidad de medida del poema en prosa?: los sobresaltos de la conciencia, las ondulaciones de la ensoñación, los pasos del flaneador.

También leí un poema de un contemporáneo nuestro, Alejandro Tarrab, que incluye versos como “debajo de la ca” o como “Má”: el verso vuelve, pero atomizado, como una partícula o hadrón con vocación de choque, de colisión. No debe extrañarnos: nuestra conversación está rota y la antena del poeta capta los fragmentos y también se expresa en ellos. Hablamos en añicos, y sólo podemos juntar esas cuentas “abriendo hilo”, hilvanando la dispersión.

De donde el verso no se va a mover nunca es de la canción, su cuna, porque la letra es música también, un instrumento más, desde los primeros trovadores y hasta Jay-Z (puros acentos y rimas como armas arrojadizas en el hip hop, creatividad beligerante, desafío pegadizo, adiposidad sin bondad). El verso rimado, en la canción, se presta a la mnemotecnia, a la memoria del oído, y esa casa del verso nadie la va a tirar.

“Verso” deriva de “versus”, que es surco en latín: al final de cada surco, como en el arado, es preciso girar y volver. El verso serpentea, ya sea suave o abruptamente, como si cabalgáramos de un renglón a otro.

Hablamos en prosa, pero un oído atento siempre podrá pepenar versos de lo que decimos, unidades métricas redondas, música, o chaquira verbal que, sacada de contexto, es también una cápsula poética. ¿Qué va a hacer con todo eso el poeta de mañana? Ojalá que nos enseñe a hablar otra vez, como hizo Dante con su Commedia, ese “monte Everest en la cordillera del genio literario”, a decir de su agudo lector Pablo Maurette.

Que vengan nuevos giros para el verso.

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