Monigotes

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo La Razón de México

Me entero de que murió (y de que había nacido, de hecho) un señor de nombre John Richards, quien se dio a conocer por ser el alma de un organismo peculiar: la Apostrophe Protection Society, que durante dieciocho años se dedicó, como su nombre indica, a proteger al apóstrofo (no confundir con “apóstrofe”, que es un insulto o invocación vehemente), ya fuera por el mal uso que se hacía de él en el idioma inglés o, de plano, porque no se usaba.

Loable misión que, en 2019, se declaró derrotada: la sociedad se disolvió, sus esfuerzos resultaron infructuosos. Habían ganado, en palabras de Richards, “la ignorancia y la pereza”.

El apóstrofo en español apenas se usa ya, para abreviar sonidos como en “pa’allá afuera”, para respetar textos antiguos como en “d’aquel” o en nombres extranjeros como en D’Artagnan. Es una coma voladora o “coma alta” y es muy simpática, y cae muy bien que alguien se haya dedicado a defenderla, a pesar de su fracaso.

Uno entiende muy bien la frustración de John Richards ante la ignorancia y la pereza de nuestros días, que en nombre de la velocidad lo abrevia todo, suplanta caracteres, erradica signos e infantiliza al idioma por medio de una avasallante emojización de las ideas. ¿Para qué consultar lo que sentimos si ya hay una carita que lo sintetiza?, ¿para qué desarrollar una conversación si puedo rematarla con un sticker?, ¿para qué acentuar una mayúscula, que ya de por sí es MUY enfática?, ¿para qué escribir correctamente si la expresión fonética dice lo mismo, o ke ase? Los ejemplos abundan. Me urge deslindarme de un ánimo de cñor conservador que se escandaliza ante la natural y saludable evolución de nuestras comunicaciones: nos transformamos, estamos vivos, la fuerza de nuestra capacidad de adaptación es imbatible. Lo que sí me preocupa es que las muletas y los atajos nos vuelvan más tontos, por un lado, y que achaten la expresión, por otro. En el viaje interior hacia el vocabulario y su ars combinatoria se activan los músculos de la creatividad, de la memoria, del ingenio, de la eficiencia pragmática: el atrofio que significa dejar de usarlos no es asunto menor, como tampoco lo es reducir nuestra escritura a un catálogo de caras y gestos, o a un mero soporte de sonidos.

La entonación de una pregunta lo es todo. Obviamente, no es lo mismo decir “supimos ver lo que estaba sucediendo” que “¿supimos ver lo que estaba sucediendo?” Hoy, al cancelar el signo de apertura, nos conformamos con un “supimos ver lo que estaba sucediendo?” que comienza como afirmación y termina como pregunta, para la desorientación del lector. Al dejar de usar los signos que abren una admiración o una interrogante es probable que agreguemos una pizca de misterio a la expresión, y que nos ahorremos el trabajoso esfuerzo de escribir o teclear un signo más, pero a costa de la claridad y de la precisión quirúrgica que sí tiene nuestro idioma. Y es muy probable también que esa batalla esté perdida, que esos signos estén en real peligro de extinción y que “la ignorancia y la pereza”, una vez más, triunfen. Las batallas tendrán que ser personales. Por lo pronto, yo no quisiera convertirme en un monigote, comenzar a parecerme a la caricatura que me sintetiza, o al emoticón que habla por mí.

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