Estoy todo lo iguana que se puede

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo La Razón de México

El título de esta columna proviene de un verso genial de Carlos Pellicer. Un verso que es casi una declaración de principios, una postura vital: estar iguana. ¿Qué significará estar iguana? Para intentar responder a esa pregunta hay que conocer al susodicho reptil que la protagoniza, al que podemos ver, si somos optimistas, como una lagartija gigante, o, si somos pesimistas, como un dragón enano.

Yo las veo (a las iguanas, en plural) como un aquelarre de tatarabuelas perdidas en el futuro, que es hoy. Sí: la iguana viene del pasado, se desprendió como un eslabón del ciclo evolutivo y hoy comparece frente a nuestros ojos modernos como una verdadera antigüedad, viajera de los siglos, testigo vivo de los pleistocenos. Ese ser, anfibio en tantos sentidos, ya maravilló a Darwin cuando chapoteaba alegremente en las Galápagos como si retozara en un jacuzzi cósmico, dándose un baño de lava, habitando un paréntesis de magma. Ni de aquí ni de allá, las iguanas parecen haber quedado presas en un corchete de milenios, como esos insectos por años atrapados en una gota de ámbar, y es por eso que cuando las observo, de inmediato siento un vértigo de eones, como si el mismo Padre Tiempo me abofeteara. Me inclino a creer que son, incluso, testigos del origen, que en sus pupilas está grabado el primer y atroz amanecer. Hablo de ellas en plural porque donde hay una iguana hay tres, y a veces hasta cinco. En inglés, a un grupo de iguanas se le llama “mess”, que equivale a desorden, lío o revoltijo. Qué linda imagen: un lío de iguanas. Porque se enciman, enredan, anudan y confunden unas con otras, son amorosas y epidérmicas, casi cachondas como lujuriosos racimos verdes. Y son torpes, se caen de los árboles como bestias tontas. Pero lo que las iguanas hacen muy bien, más que nadar, más que regenerar sus propias colas, más que correr como alienígenas por el asfalto ardiente de las carreteras, es nada. Hacen nada. Son las campeonas de hacer nada. ¿Hacer nada es lo mismo que no hacer nada? Habrá que preguntarles a ellas, que entre el quehacer y el que-no-hacer dejan pasar, a veces, un par de generaciones. Se están muy quietas mientras el mundo gira, tan quietas, por cierto, que la rotación del planeta es perceptible cuando usamos a una iguana de referencia. Sostenerle la mirada a una iguana es imposible: nos moriríamos antes, se morirían nuestros bisnietos antes de que una de ellas parpadeara. Por todo eso, Pellicer, el gran poeta tabasqueño, aspira a “estar iguana”, es decir a detenerse, como si su sangre se fosilizara, como si fuera una piedra en el Himalaya (que en realidad es un monje tibetano) y hacer nada. Yo también, a veces, estoy todo lo iguana que se puede, quietecito, viendo y viviendo el auge y la decadencia de un minuto (“la flecha que todo lo hiere”, dice Pellicer), con su clímax espectacular que puede confundirse con la eternidad. Ellas viven ahí, iluminadas, con fuego en lugar de sangre, y lo que parece su extraordinaria fijeza o lentitud, es en realidad una velocidad inconcebible para el ojo humano, una feria de átomos enloquecidos produciendo eso que conocemos como tiempo.

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